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Thursday, November 09, 2006

Pánico escénico (cuentito autobiográfico)

Yo no he estado demasiadas veces donde debí. Y si estuve, es muy probable que haya llegado tarde, y si por esas remotísimas casualidades, llegué en hora, lo más probable es que se haya suspendido.
Por ejemplo, supe no estar en el acto de fin de año de sexto de escuela, donde debía realizar un papel protagónico de mariachi en un corrido mexicano con el que alguna maestra había decidido, mortificar a los presentes. Si bien el canto ha sido siempre uno de mis débiles, probablemente el más débil de todos mis débiles. el tono estereotipado del mexicano me salía muy bien, de tanto escuchar canciones de Jorge Negrete que mi abuela me encajaba día y noche en el tocadiscos. Ella tenía la extraña costumbre de escapar de la nostálgia zambulliéndose de lleno en la misma, truco que, he descubierto cono el tiempo, no es tan inverosímil como aparenta. Ni tampoco tan raro.
Conseguir ese papel de mariachi me costó un buen esfuerzo. Ardía de ganas de representar el papel de mariachi, más que nada a los efectos de permanecer entre bambalinas. No era por modestia ni por ansias de segundo plano. Nada de eso. La niña de mis amores, actuaba de "violetera" un número antes o despúes, y ya con 11 años, tenía bien claro lo fundamentales que son los rincones tras el escenario para los menesteres del amor. O sea que me propuse firmemente conseguir el papel de mariachi. A como diera lugar. No me quería perder las bambalinas por nada del mundo. Decidí presenciar los ensayos para buscar un punto débil que me permitiera colarme en la breve obra. Lo encontré. Uno de los mariachis, no sólo era un pésimo mexicano sino que encima era uno de esos bravucones idiotas que se cruzan en la vida de los pobres y débiles desgraciados como uno. El patio de la escuela, puede ser el escenario de tragedias personales patéticas cuando te topás con un zocotroco de esos con los que es imposible razonar ya que están convencidos de que el cerebro es un accesorio de lujo en su carrocería pesonal.
Luego de estudiar debidamente las debilidades del enemigo, decidí que cualquier intento de apoderarme del papel en presencia del animalito en cuestión, podría catalgado con cualquier calificativo comprendido entre "masoquista" y "suicida" ambos extremos incluídos. El urso desplazado de su rol de mariachi de utilería, me despedazaría en cuestión de minutos. La flaca estaba buena, pero la bestia era muy grande. Debía actuar con inteligencia.
Me senté en un banco del parque, y me puse a jugar a la payana solo. Normalmente, el distraer la mente de su objetivo principal, me daba buenos resultados a la hora de reflexionar. El problema radicaba principalmente en que el troglodita no supusiera ni por un instante que la causa de su remoción del elenco tuviera algún vínculo con mi persona. Que culpara de ello al destino, a la mala suerte, a los católicos, a la directora escénica o su propia incapacidad histriónica. A cualquier cosa o coso, menos a un servidor.
Un abanico de posibilidades no demasiado amplio se abría ante mi. Algunas eran tan delirantes que las descarté casi al instante. Claro, a los once años es difícil utilizar la imaginación como herramienta sin que esta se dispare hacia el unverso del disparate. Aplicando una cierta dósis de realismo, llegué a la conclusión de que envenenar al paquidermo no era viable, así como tampoco lo era enfermarlo de algo largo y doloroso, hacerlo expulsar de la escuela, fracturarle algún hueso del cuerpo mediante un procedimiento remoto o provocarle una oportuna afonía. En realidad no se mo ocurría nada siquiera remotamente plausible. El urso se interponía entre mi amada, los bastidores y yo como una barrera infranqueable. En ese momento, por una de esas malditas casualidades de las que uno jamás está libre, pasó por delante del banco donde yo payaneaba y pensaba, la directora de la obra. Mi boca se abrió sola y lanzó un saludo cortés a la docente, con impecable acento mexicano. Antes de que pudiera siquiera creer en mi mala suerte, ya había sido designado para sustituír al mastodonte en la obra.
Citado al ensayo del día siguiente, ahora buscaba desesperado una salida fácil para evitarme una muerte difícil. Los métodos de mutis concebidos un rato antes para el enemigo, eran rápidamente replanteados, pero con un escencial cambio en el sujeto. Ahora era yo el que necesitaba urgentemente enfermarme de algo largo, y si fuera posible, no tan doloroso.
Cuando al otro día el cavernícola se encontrara cesante de todo histrionismo, me vería enfrentado a una carrera mortal que más allá de toda duda terminaría con mi derrota inapelable... y alguna fractura.
Inútil totalmente. Mi mente se negaba a razonar. Las piedras de la payana se me escurrían entre los dedos. El corazón me palpitaba de pánico. Los daños a los que me había hecho suceptible por haberme interpuesto entre el zafio sujeto y su nacida muerta carrera de actor, eran de inimaginable magnitud. El tipo pesaba como ochenta kilos y medía como un metro ochenta. Había repetido sexto año tantas veces que ya se lo habría aprendido de memoria de haber tenido un coeficiente intelectual apenas mensurable. Tenía casi quince años y las manos parecían ramas de palmera. Mi única duda radicaba en saber si era tán estúpido como desalmado o viseversa. Cuando el sol se metió a dormir en su cucha bajo el horizonte como un animal dorado y moribundo, yo aún estaba en el banco, ya no tan asustado como sorprendido por mi propia idiotez. No podía creer como había caido tan limpiamente en un acto tan irreflexivamente estúpido. Me consideraba un tipo inteligente. ¿Cómo era posible que la soberbia me hubiera llevado a cometer ese suicidio a plazos? Me fui a dormir con una creciente sensación de desasosiego. Demás está decir que no pude.
De mañana la escuela fue insufrible. El animalzo parecía mirarme de soslayo. Parecía más grande que siempre. Su presencia parecía despedir un olor feral, ominoso y homicida. Varias veces en el correr de la mañana, me sorprendí a mi mismo rezándole a dios para que algún hecho imprevisto suspendiera el recreo por tiempo indeterminado. Otras ideas extravagantes, como por ejemplo, pararme arriba de un banco, blasfemar ásperamente y exigir mi expulsión inmediata del colegio, parecieron adquirir matices de verosimilitud durante un brevísimos instantes. Claro, ni en mi momento más valiente me hubiera animado a hacer algo tan espectacular. Jamás tuve madera de protagonista. El recreo llegó al fin... y pasó sin novedad. Seguramente el irracional no había sido aún informado de su salida del plantel mucho antes de haber pisado el césped del Centenario.
A las tres era el ensayo. Obligatorio era el ensayo. Un compromiso tan impostergable como el propio velorio.. y seguramente casi tan luctuoso. Llegar hasta el local del ensayo me costó tanto como a Anibal cruzar los Alpes con elefantes incluídos. Pero me porté como un hombrecito y llegué. El urso estaba insoslayablemente desplazado a un rincón de la platea desde donde miraba ceñudo el escenario. Ayayayay, pensé para mis adentros. Ya lo sabe. Ya se enteró. Jamás me sentiría más próximo a la situación del amante descubierto in fraganti delito por un marido celoso y enorme. Lo único que me faltában eran los zolcilloncas enredados en los tobillos. Pero la palidez seguramente no. Pero sobre el escenario estaba "ella". Opté por dejar el ridículo para más tarde a menos que los golpes del paleolita hicieran imprescindible que me denigrara a mi mismo en forma inmediata en una catarata de súplicas por mi vida, sollozos espasmódicos y un oportuno desmayo (lo del desmayo se me ocurrió en ese mismo instante y me pareció en sí una gran idea)
Subí al proscenio con la misma actitud con la que supongo, David le habría dado la espalda a Goliat. Obligado y aterrorizado, pero digno. Decidido a ganarme los favores de la niña de mis sueños, me desempeñé con una sangre fría digna de causas más generosas. Repetí mis líneas, por demás breves, con un acento tan mexicano que le daría envidia a Agustín Lara y soporté como un verdadero mariachi la mirada del cromagnon clavada en mi nuca.
El problema dos se me planteaba una vez terminado mi ensayo. ¿Cómo hacer para quedarme en el salón de actos a presenciar el ensayo de "La violetera" sin fallecer en el intento? Buscar permanecer sobre el escenario parecía ser una buena solución, pero lamentablemente "La violetera" requería la presencia nada más que de la protagonista. No había coro, no había segundones ni tercerones ni extras. Nada más que la protagonista cantando en medio del escenario. Podía ir hacia los bastidores y tratar de pasar desapercibido o podía ir hacia la platea y confiar en la buena suerte. Ambas opciones tácticas, presentaban ventajas y desventajas. Allá atrás, podría tal vez, pasar desapercibido, pero si el menhir antropomórfico me agarraba ahí atrás, me rompería más huesos de los que tenía antes de que un tercero pudiera intervenir y evitarme la muerte. Si me iba hacia la platea, me podía pasar lo mismo, pero en forma pública y notoria, o tal vez la bestia viera contenidos sus deseos de venganza por la presencia de ajenos y postergara el vapuleo para otra ocasión más propicia.
Opté por la platea. Bajé los escalones con la sensación de subir los del cadalso. Me acomodé ahí nomás, en la primera fila para propiciar la rápida intervención de los bomberos si el incendio se producía. No me gustaba mucho la idea de tener ahí atrás al enemigo. Pero las opciones eran escasas. Cuando un niño escuálido es amenazado por un matón de patio, las opciones para el primero son siempre escasas. Seguro que muchos ex niños escuálidos deben compartir mi opinión. Eso si, cualquier niño escuálido termina siendo un hábil negociador. Los años te enseñan.
El ensayo pasó.
Cuando me levanté de la butaca para irme, aún extasiado por el canto de mi Violetera predilecta, el animal no estaba en su butaca. Durante un segundo me asombró mi buena suerte. Pero un presagio negro me envolvió como un manto helado. El tipo debía estar esperándome afuera decidido más que nunca a reacomodarme la dentadura a golpes. El salón tenía una única salida.
Apuré el paso decidido a ahorrarle a la violetera el lamentable espectáculo de mi exterminio. Ella se había quedado hablando con las amigas, aún sobre el escenario.
Recorrer hoy esos recuerdos, me hace asombrarme del valor del que hacía gala de vez en cuando, aunque tengo mis dudas sobre si se trataba de coraje o inconciencia.
Salí. Atravesé la puerta del salón de actos como quien atraviesa las aguas amargas de la laguna Estigia. Me faltaba sólo el óvalo en la boca para ser un muerto viviente completo. Pálido, es seguro que estaba.
Nada. Ni vestigios del enemigo.
La buena estrella de ese día parecía decidida a no terminar nunca.
Del mismo modo fueron sucediéndose los días y los ensayos. Siempre el mismo pánico escénico, que curiosamente yo sentía en la platea, siempre el mismo alivio al salir indemne. Siempre el mismo terror al cruzar la puerta. Siempre el suspiro de alivio al llegar sano y salvo a mi casa. Tres veces por semana durante casi un mes se repitió esa montaña rusa emocional. Remotar la cuesta de la emoción de arresgar mi vida por ella como un Quijote de los setenta, la cúspide de tenerla carca, el declive de bajar del escenario a la platea, y el punto más bajo del ciclo.. salir de la protección de los adultos presentes en el salón de actos a la intemperie de la calle desierta. Habér sobrevivido a esas variadas emociones me pone a salvo de la muerte por infarto.
Faltaban tres días para el acto de fin de año. Ensayo con los trajes. Otra vez al escenario, pero ahora sintiéndome absurdo. Me veía a mi mismo como el hongo más raro del mundo, un tallo flaco con una cabeza chata y enorme. El urso como siempre, sentado en su butaca por allá atrás. Ceñudo. Como si el mundo entero fuera un lugar despreciable y hediondo. Algo así como sus propias axilas. Terminamos nosotros. Mi actuación, irreprochable pese al traje absurdo. La Violetera, encantadora. Una flor blanquísima matizaba sus cabellos negros como una sorpresa feliz recibida en medio de una tarde aciaga. Su sonrisa me hizo olvidar el peligro. El rojo de sus labios me transportó a una realidad donde los escuálidos tenían los mismos derechos que los grandotes. Un golpe en el hombro. No le di ni la más mínima pelota. Otro golpecito. uno más. al quinto golpe, volví en mi. Giré la cabeza, aún encasquetada en el gorro mexicano de alas enormes. El ala del sombrero se le incrustó al paquidermo justo encima de la ceja. Estaba reforzado por dentro con una fina lámina de aluminio a los efectos de mantenerlo rígido. Seguramente a un ser humano le habría dolido el golpe. El tipo abrío la boca para hablar. Tenía los dientes bastante podridos y un aliento que habría mareado a un dragón. Pero habló en un lenguaje que parecía humano.
"Hasta hoy no estaba decidido. no sabía si romperte la cabeza o darte las gracias, pero al verte con ese disfraz idiota estoy convencido de que hice bien en dejarte en paz" y para mi asombro continuó: "Nunca quise ese papel idiota, pero la maestra insistió en que debía hacer un trabajo extra para mejorar las notas. Y encima me hizo venir a todos los malditos ensayos por las dudas" y terminó con un "gracias pendejo, te debo una".
Tres días después me quedé en casa mirando televisión mientras el urso era obligado a hacer de mariachi contra sus ganas y contra su vocación y contra su voluntad.
El mucho encanto de la flaca y el casi nulo atractivo del corrido idiota que debía cantar disfrazado de vejerto, parecieron esfumarse en único acto de prestidigitación del destino.
Fue mucho más divertido imaginar lo que habrá sufrido el otentote disfrazado de mexicano... con mi traje de escuálido que "me olvidé" un día antes en el vestuario del salón con toda la intención, para vengarme de casi dos meses de emociones fuertes.

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