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Thursday, November 09, 2006

Es por la Blanca (cuento autobiográfico... o casi)

Es por la blanca…
“En la noche del debut, Correntes taba prendida.. “
(Leon Giecco)

Diez y seis años. Hace como dos vidas.

Salíamos a las ocho menos cuarto de la noche de las clases de cuarto año en el Dámaso. Nos juntábamos discretamente en la plazuela situada en Susbiela Guarch e ibirapitá. La plazoleta donde además tenían lugar otros eventos importantes, como mortas de cumpleaños o trifulcas a trompadas mano a mano y por la ficha.
Eramos infaltablemente tres.
Fernando S. el Pepe R. y yo. Ocho de octubre era una boca de lobo por la que transitábamos incrementando la ansiedad con cada paso, hacia el cruce con Larravide. Tres escuálidos mosqueteros del amor, con el compromiso de honor de no faltar el segundo viernes de cada mes al Doña Blanca.
Prostíbulo de ominosa fama para quienes nunca cruzaron las múltiples puertas que daban a una galería con olor a antaño.
Doblábamos por Larravide hacia el norte. A la izquierda como quien va para la Curva.
Pasábamos por la puerta de la UTU de la Unión. Cabizbajos y presurosos pasábamos. Parecía que todas la miradas de las chiquilinas que aguardaban la entrada del nocturno para estudiar corte y confección o cocina, se clavaran sardónicamente en nuestras nucas. Esa cuadra era sin duda, la más difícil del trayecto. Nos sentíamos como si en la cara tuviéramos puesto un cartel que decía “Doña Blanca” como si se tratara del que indica el destino de un ómnibus de CUTCSA.
Cruzábamos Avellaneda como sombras.
La Unión no se destacaba por su iluminación ni mucho menos, pero los tres nos sentíamos alumbrados por un reflector mientras cruzábamos Avellaneda en penumbras. La entrada, no se le podía llamar puerta ni con el mayor de los esfuerzos de la imaginación, consistía en apenas un hueco vislumbrado entre una espesa mata de trasparentes, que bloqueaban el antro a las miradas indiscretas. Un portón de aquellos de alambre tejido, apenas si podía distinguirse en la penumbra. De todos modos, siempre lo encontramos abierto. A la derecha, apenas traspasado el túnel de trasparentes, la madama más famosa de la Unión, solía estar sentada en un banquito de madera al costado del caminito que conducía a la casa. Como vendiéndote el boleto se sentaba. Aunque algunas veces, solía ser sustituida por un veterano, tal vez un cafiolo retirado, o un malevo de los treinta, un taita del arrabal del Pueblo Nuevo. Lo más probable, es que fuera un veterano jubilado que se ganaba unos tristes pesos cuidando el portón, pero es más lindo recordarlo así, soñarlo así. A la luz de la vela.
Pasabas el portón o el agujero, o como se llamen los huecos entre los trasparentes por donde se entra a un prostíbulo atorrante y superada la mirada vigilante de Doña Blanca en el banquito, la casa chapucera por los años, desdibujada por el abandono y definitivamente disfumada por las emociones del momento, te esperaba allá adelante, en el horizonte casi.. a unos tres metros.
Una galería techada con chapas de zinc, a la cual daban media docena de puertas en hilera. Algunas cerradas. En las abiertas, una mujer parada en la puerta, con una cara que más de conscuspicencia definiría como de aburrimiento ilimitado y eterno. Nombres como Carla, Fanny o Nora.. supongo que no se llamarían así, o tal vez sí, en una de esas. Elegías la chica o elegías la puerta o te dejabas elegir.. las primeras veces, con el susto más bien te dejabas elegir. Las meretrices tenían tal desinterés en la vida, que mirando sus ojos, entendí tempranamente lo que quiere decir la palabra “soleen” manejada tanto por los dandis de principios del siglo XX.
En un lenguaje más reo, más de acá, las pobres minas, estaban a la vuelta de todo, más allá de las pasiones, apenas si más acá de la muerte.
La primera vez entré con Fanny.

Fernando, amigo del alma, entró con Nora en la pieza de al lado.
Nos despedimos con cara de susto. Ambos éramos debutantes absolutos.

Fanny a mi juicio, medía como ocho metros cuarenta de alto y otro tanto debía tener de caderas. Me hizo pasar. Comentó “¡Ay que chiquito!”, comentario sobre cuyo exacto significado no tengo hasta ahora la más pálida idea.
La habitación era sórdida, sin gracia y alumbrada por un cabito de vela metido en un candelabro de aquellos de lata marca “SUE”, que venían esmaltados en dos colores. Azúl horrendo y verde bilis. La vela estaba ya tan cortita que apenas si de ella surgía algo de llama. La habitación era absolutamente impersonal y prestada. Una cama, una mesita de luz desde donde la vela intentaba en vano alumbrar algo, mientras consumía sus últimas energías, como una demostración práctica de que todo muere. Si alguna vez el sexo y la muerte tuvieron un vínculo, fue aquella noche de mis 16 años, donde no solo moriría la vela, sino también buena parte de mis fantasías previas.

me alcanzó inmediatamente una jofaina. No era una palangana. Una palangana es un objeto doméstico, cotidiano, habitual. Aquello era una jofaina tal como debían ser las de los prostíbulos en la época de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, pero más moderna, más de acá. Junto con la jofaina, un jarro como de dos litros, parecido a aquellos que se usaban en el jurásico para las lavativas, pero sin manguerita. Puso con el jarro agua en la palangana y agregó un chorrito de Espadol. Nada más anti erótico que el olor a Espadol. Sólo le faltó a la mina hacerse gárgaras con Agua Jane, (Hipoclorito de sodio, lavandina, aclaro para que los compañeros no uruguayos de El Fogón, entiendan) revolvió el agua de la jofaina con la mano, tal vez para desinfectarse los sabañones o a lo mejor para mezclar bien el desinfectante, y luego con una ternura que no soy capaz de trasmitir con palabras me dijo “¡lavate pendejo!”
A punto estuve de preguntar “¿Qué?” pero un rayo de entendimiento penetro entre las penumbras de mi susto. Comencé a desvestirme, pero en cuanto me comencé a sacar la camisa celeste del liceo, Fanny me informó que con los pantalones alcanzaba. No era una información sino más bien una orden. Temí que si hacía el más mínimo gesto de protesta, me partiera en la cabeza la jarra metálica. Ahí creo que comenzó mi tendencia al sometimiento sexual.
Me higienicé las partes pudendas. Gracias a Dios, el agua parecía recién sacada del congelador. Todos los anhelos que había arrastrado por Ocho de Octubre, durante veinte emocionadas cuadras, se fueron con el agua helada de la jofaina. Ni Salomé bailándome la danza del vientre durante una hora seguida me podría hacer recuperar el ánimo perdido. El olor a Espadol era insufrible y penetrante. Mi amigo y colaborador estaba absolutamente congelado y sin el más mínimo ánimo después de la ducha y tenía tanto frío que tiritaba como si tuviera una licuadora metida en el estómago. Fanny me tiro una toalla impecablemente limpia, y se tiró en la cama despojándose de la parte inferior de su vestimenta con el mismo desinterés con el que había hecho todos lo demás. Ahí aprendí lo que quería decir “hastío” . Toda ella era hastío. Debían poner su foto en el diccionario al lado de la definición de la palabra.
Hábilmente ella dirigió mis pasos. Me pegó un grito. “¡Ni se te ocurra tocar ahí arriba!” “¿No te das cuenta del frío que hace?” Si, si que me había dado cuenta. Pensé para mi mismo con el último vestigio de buen humor que me qudaba. “Vos tenés frío y que dejás pa mi que me acabo de lavar las bolas con agua del congelador” (luego supe que no estuve tan errado, el agua provenía directamente del aljibe del fondo, que en invierno debe ser tan helada como la del congelador). Intenté hacer lo que sabía que debía hacerse. Pero la naturaleza no colaboraba. Evidentemente, el baño de agua helada no había sido demasiado erotizante. Tal vez la próxima vez, debería probar apretarme los dedos en una puerta. Cinco minutos de permanencia exánime, le parecieron evidentemente, una eternidad a mi compañera tan inmóvil que por un momento me pregunté si al fin el hastío de la vida no la habría matado del todo. Su voz en mi oído chillo “¡Dale mijito! ¿Te pensás que son los caballitos del Parque Rodó?” Así estimulado con habilidad, cualquiera puede. Cinco minutos después, era eyectado de entre las intimidades de Fanny sin la más mínima consideración y con la amarga sensación del deber incumplido. Me puse los pantalones, me acomodé la camisa y me guardé la corbata displicentemente en el bolsillo del saco. Medias, zapatos, listo. Me paré. Fanny, que me había cobrado previamente, se acordó a esa altura de que podría interesar lavarme nuevamente, decliné de la oferta. Prefería apretarme los dedos con la puerta a exponerme nuevamente al témpano. Me acomodé el cuello de la camisa. Me acomodé el pelo, me acomodé la sonrisa. Abrí la puerta y salí.
Fernando me esperaba fumando apoyado tranquilamente en la baranda que limitaba la galería. Su cara de susto habíase trocado en una de alivio, supongo que la mía también.
Uno detrás del otro, transitamos la galería, ahora más corta, más concreta. Bajamos los tres o cuatro escalones, saludamos a la madama. Cruzamos los trasparentes. Agarramos por Larravide, pasando por la vereda de enfrente a de la UTU, precaución inútil. Todos debían estar en clases. Ni un alma en la calle. Fernando me pasó el brazo sobre el hombro. Confidencialmente, como hacen los amigos en las malas. Casi con ternura, me preguntó -¿Cómo te fue? “
Reticente le contesté. –Bien, bien ¿Y a vos?-
Sonrió, no se si con nostalgia o con vergüenza y dijo ¡Impecable!-
Sentí como un puño en el estómago. ¿Sería posible que el maldito desgraciado hubiera disfrutado de su experiencia, mientras que a mi me hacían hacerme baños de asiento con agua del deshielo?
Le pasé también mi brazo por sobre el hombro.
Intentando imitar si mirada nostálgica o vergonzosa le susurré casi al oído:
-¿Sabés?, Creo que se enamoró de mi.

Fraternos y cariñosos abrazos para todos.

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