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Thursday, November 09, 2006

Pare de sufrir: cuentito casi futbolero

Las increíbles investigaciones de Franck García, El Infiltrado.

Pare de sufrir


Hirmaos, aquí entre nosotros el Pastor Rezende que va a escuchar nuestras súplicas en el nombre del señor, -Pastor ¿Qué milagros obrará hoy entre nosotros para gloria de señor?-

¡Bueno, hoy aquí en la Iglesia Universal del Reino veremos un exorcismo!- Vamos a sacar la maldición que pesa sobre la seleccao uruguaia y la vamos a sacar en el nombre del señor ¡¡¡¡¡Aleluiaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!!!-

Imos descuberto que la serie de derrotas consecutivas se debe a una maldiciao que comenzó con el partchido contra Haití ¿Recuerdan el partchido contra Haití?- Pregunta el pastor a la multitud..

¡Siiiii! Aulla la multitud de ocho personas enardecidas.

Continua el pastor.-Yo he recibido una revelasao, uma revelasao que me envió el señor en la noichi. -¿Quieren saber que vi en la revelasao?- Pregunta gesticulante a la colombes-

Siiiiiii, aulla un vez más la hinchada desde las populares.

Eu hable con el señor y este me dijo que en uma choza de Puerto Principe, en um barrio donde se practica la hechicería, hay una maldzao vudú contra la seleccao uruguaia. Un muñeco está ficando ahí debajo de una cama, escondido y olvidado.después de un fault.

¡Uyyyy!-Se horroriza la tribuna. Entre el público, con cara de indisimulado hastío, Frank García escruta con un palillo, los secretos intersticios de su dentadura postiza. Como siempre, infiltrado en el lugar más indicado para llevar a cabo su misión. Su cliente, el más importante de los empresarios deportivos, quien al borde del pánico, veía como todas sus inversiones se convertían en arena que se le escapaba de entre los dedos, junto con su ya más que menguado prestigio. Su misión, descubrir que pasa con la selección uruguaya. Un soplón le había llamado la noche anterior para advertirle sobre el contenido de la reunión de hoy en la iglesia que antes había sido cine y antes aún, teatro, del centro de Montevideo.

Como detective privado, el Infiltrado, tenía soplones en los tugurios más inmundos de la ciudad, incluso en la vieja casona de la calle Martínez Trueba. Su informante lo había llamado borracho a la tres de la mañana. “Te llamo desde el boliche de Colonia y Olimar”, le dijo con una voz que más que aguardentosa parecía definitivamente ebria. Si, a una cuadra de la radio.. no de esa no, esta vez esos no tienen la cul.. bueno si, te la hago cort......... no, no te llamo porque haya averiguado como hace La Juventud para no fundir.. esto es por otra cosa, y otra rad.. ahí va, de esa misma, esa. Ah´va, no, no, ni con ese ni con el de la Española, no es por lo de las quemas de merca tampoco, es por lo del fóbal, ahí va. ¿con Heber? Naaa, ¿Qué va a saber Heber?, ya está en otra, con el Chueco Albín, el que le escribe los libretos al Pastor de la televisión.. ¿Cómo que no lo viste? Rezandi se llama o algo así. Bueno, no me interrumpás que el gallego se quiere ir para la casa ¿no te fijaste la hora que es? ¿cómo que tan tarde? Y si, esos tipos laburan de noche, claro, ahí va, ellos mismos se manejan la radio y mientras controla la consola escribe los libretos.. si, y si, tampoco está como para tirar la guita. Bueno, no me cortés más, se me acaba la tarj. .. si, si, la cosa es que el tipo manda los libretos directamente para la iglesia esa cuando los termina, si, con un cuidacoches que está de novio con la Traevesti Mar.. ¿después de todo que te importa? Lo importante es que tengo una pista. ¿De qué te reís? ¡Es una cosa seria! ¿Qué como convencí al cuidacoches? No viejo, eso es secreto profesional.

Le costó volver a conciliar el sueño a Franck, El Infiltrado. Algo turbio había en esa historia del libreto. Algo poco creíble, tan poco creíble como el mismísimo libreto. La noche gélida como nunca, agitaba el postigón de la ventana atado con un alambre inmemorial que pasaba por entre los restos mortales de un cerrojo que alguna vez fue. Franck encendió un cigarrillo. Se acostó en el sofá que le servía de cama en la vivienda que le servía de oficina, los brazos cruzados detrás del cuello, sustituyendo la almohada que su última secretaria, Mercedes, había desgarrado con la propia navaja del detective, luego de una noche de copas y recibos impagos. Eso había sido en octubre del año pasado y todavía, dos por tres, un cachito de polyfón se le colaba entre el cuerpo y la camiseta y se le quedaba pegado en las noches de calor. Una venganza prolongada que se dice. Meditó. ¿Qué sabrían los brasileros sobre este asunto? ¿Sería una venganza por Maracana? Quince minutos después, sin llegar a ninguna conclusión, se quedó dormido.

¡El diezmo hermano!, lo despertó un voz femenina que provenía de la garganta de una dama algo robusta, que sostenía delante de su nariz, una especie de estuche de cuero. Frank se percató por el entumecimiento de su cuello, de que se había dormido en medio de la cháchara. ¿Tendría replay el pastor? Miró a la gorda con cara de infinito fastidio e hizo un gesto con la mano, de negación indiferente. La dama lo miró con odio. Frank temió que lo denunciara al pastor, pero la mujer simplemente se dio vuelta y continuó con su siguiente víctima.

Se levantó sintiendo la protesta de sus vértebras. Se enderezó como pudo y se perdió entre la multitud de seis o siete que salían de la iglesia –ex cine- en las heladas entrañas de la avenida.

No demoró ni media hora en llegar a su oficina-residencia en la ciudad vieja. Phillip Marlowe se hubiera servido un wisky, pero Franck se conformó con armarse un mate. El hombre de los zapatos blancos no le había adelantado casi dinero por el trabajo. Le dijo que primero quería resultados y que no le hiciera ninguna divina comedia. Se sentó, se aflojó el nudo de la corbata y se puso a garabatear con una lapicera sobre su block de notas. Ese menester siempre le ayudaba a pensar. En el corredor sonaban los últimos pasos y los hastamañanas de los últimos oficinistas rezagados. Esa hora siempre le daba nostalgia a Frank que no podía irse a ninguna parte por la sencilla razón de que vivía ahí. Pero le daban ganas de irse de todos modos. Reminiscencias de toda una vida de vago. Los ecos se extinguían en las escaleras centenarias. Luego el silencio. Ideal para pensar y meditar profundamente ese silencio. Frank encendió la radio y se durmió mientras escuchaba 13 a 0.

Se levantó temprano y entumecido a la mañana siguiente. De alguna manera nebulosa, había descubierto lo que tenía que hacer, el paso siguiente cuando menos. Se fue al placard que tenía disimulado en el pasillo que conducía al baño y sacó su traje de diputado. Estaba aceptablemente planchado. Se lo puso y automáticamente, según su rasgo más típico, adquirió el rostro y los ademanes de un perfecto diputado. Siendo época de elecciones, hasta se sintió tentado de salir al balcón de la oficina y saludar. Se abstuvo. -otro gesto típico de diputado- y luego de desayunarse un croissant dulce que encontró abandonado sobre una inestable pila de expedientes, salió a la calle.

El frío no había cejado en lo más mínimo. El sobretodo le quedaba un poco ceñido demás y el aire helado del otoño tendía a filtrarse por el hueco entre el quinto y el sexto botón. Se detuvo en el quiosko de la esquina a mirar los titulares. “Escalnar y Alvarez estarían atrás de esta derrota”, rezaba La República. “Paco en la mira” era el titular de últimas noticias. El País por su parte, decía nosequé de Bush. Desde la tapa de Ultimas Noticias, su contratante le miraba hasta con cierto aire de reproche. Se dejó de perder el tiempo inútilmente y un rato después estaba en el Palacio Legislativo.

Entró al Edificio de las Comisiones como diputado por su casa. El disfraz era perfecto, los guardias de seguridad apenas si le dedicaron una mirada veloz y desaprensiva, para seguir leyendo el diario y comentando cuanta culpa tenía Paco Casal en la debacle definitiva del fútbol uruguayo. Entró al ascensor. Toda la vida le tuvo cierta antipatía a tales aparatos. Y máxime a estos todos metálicos, todos cerrados. “cuarto” informó a la ascensorista que apenas si apartó la vista de sus uñas durante el tiempo suficiente como para apretar el botón correspondiente y no le dirigió ni el saludo, ni la palabra ni la mirada. El plan marchaba a la perfección.

Ingresó al largo pasillo donde estaban los despachos de los senadores del partido de gobierno. Cuatro o cinco desgraciados, sentados en los sillones ubicados en el centro del pasillo, esperaban con cara de aburrimiento sin límites, el favor correspondiente. Recorrió cansinamente el pasillo por el lado derecho, hasta el fondo, y luego regresó por el lado contrario. Cómo era lógico, ningún senador interrumpió su paso. Los pocos funcionarios de secretaría que ambulaban por los pasillos o miraban la página web de Tenfield, o simplemente jugaban al ajedrez en Yahoo, apenas si le prestaron atención. Entró en el despacho de uno de los senadores de la comisión de defensa nacional. Saludó a la secretaria como si no la recodara del todo, aunque no la había visto en su vida. ¿No es usted Máxima Prebenda? Le preguntó. (recordar los nombres del personal del Palacio es un atributo fundamental para un buen detective, básico para desarrollar ese lobby individual, a la uruguaya, que muchos practicamos). Siiii, afirmó la secretaria con una sonrisa tan bella como falsa. ¿Y el Sr. Es? ...-¡Pero cómo!, exclamó Franck imperturbable ¿Es que ya me ha olvidado? Soy el Diputado Félix Sánchez, de Paysandú, debería darle vergüenza su mala memoría, -dijo esto último con voz entre babosa y paternal- Máxima picó inmediatamente. ¡Pero cómo no Diputado!¡Cómo no me voy a acordar de usted,! Lo que pasa es que nos visita tan poco... ¿En qué lo puedo servir?

Mire, como usted se habrá ya enterado- hablaba ampulosamente- el partido ha decidido transferirme a la Comisión de Defensa, y con todo este tema del envío de tropas uruguayas a Haití, estamos precisando la lista de los efectivos que irán allá. ¿el Ministerio la ha presenado?

Un segundo diputado que debo tenerla por acá.. El ministro Fau la envió ayer por la tarde. mmmaveraver... acá está.

Le estoy muy agradecido Máxima.. ¿no me la fotocopiaría, si fuera tan amable? –
Pero no, diputado, ¿Cómo se le ocurre? ¡Llévela y en cuanto pueda me la trae.! Pero cuídela porque es la única que tenemos. ¿Está bien?
¡Maravilloso!, dijo Franck mientras que guardaba la lista en el portafolios, gracias otra vez y saludos al senador, dijo mientras la secretaria ya estaba completamente perdida en los intrincados laberintos del último número de Paula.
Infiltrarse en el Regimiento no fue tan fácil. Pero tampoco tan difícil. Le llevó un par de cambios de disfraz pasar de peón del camón del molino a capitán.
Cuando subió al avión con destino a Port au Prince, al Sargento Maicol Pérez le llamó la atención que el Capitán Zeballos estuviera repetido, pero en el fondo, lo más valía que sobrara y no que faltara. Así se lo habían enseñado en el casino de tropa.

En Port Au Prince el calor era insufrible.

Un vaho sólido de humedad parecía levantarse desde el suelo y acomodarse en los pulmones como un bloque de aire sólido.

Los acomodaron en un camión blanco, cuyo techo era de chapa en lugar de lona. Cincuenta grados debían hacer ahí adentro. El camión arrancó y una hora y media después estaban en los galpones pulguientos que les habían destinado.
Pocos ruidos en las calles. Salvo algún balazo esporádico. El Infiltrado maldijo entre dientes al Paco por no haberle adelantado un sope a la vez que se preguntaba donde encontrar el fetiche o como se llamara el instrumento de la maldición que afectaba a nuestra selección y a los intereses de nuestro empresario deportivo número uno.

El calor era postrante, enfermante, desesperante. Franck pasó todo ese primer día tirado en el catre abanicándose hasta con la cantimplora. Unos mosquitos del tamaño de mangangases, aguijoneaban una y otra vez a nuestros valientes. Son zancudos, observó un teniente mientras hojeaba un librito sobre usos y costumbres de las Antillas Francesas. Son unos hijos de mil putas, observó con más desaliento que furia, el Capitán Basilio Antúnez, desde el catre de enfrente. Y le comentó a Franck ¿No te hacen acordar a los mosquitos del Conventos, cuando éramos chiquilines?.. Franck, de espaldas, sonrió. Había convencido al tal Antúnez de que se conocían de toda la vida. Habían sido compañeros de banco en la escuela y se habían distanciado luego de pelearse por la primera novia. Tener un amigo que te encubra siempre hace las cosas más fáciles, pensó El Infiltrado, y si es un amigo de la infancia, mejor. Giró en el catre. Tratando de conseguir algo más grande con que abanicarse mientras que le contestaba a su viejo amigo. “Igualitos, Cacho, igualitos”.

Esa noche, Franck se llevó a Antúnez al extremo de la mesa que compartían con el resto de los oficiales uruguayos, incluidos el otro yo de Franck.
Cacho, le dijo, mirá, necesito un favor. Necesito rajarme de acá esta noche para ir a ver a una minita que conocí por Internet. Esperaba ansiosamente que la proverbial ignorancia de Antúnez, no le hiciera sospechar de que el acceso a Internet en Haití está un tanto restringido.

¿La viste? ¿Está buena? Preguntó Antúnez inmediatamente interesado. Y luego agregó. “Siempre el mismo vos ¿eh?.”

Una maneca, si es que existe la manteca negra, afirmó Franck, que agrego a continuación una serie de detalles más o menos escabrosos a cerca de la morena, que fue inventando sobre la marcha. Le quedó escultural la morocha la verdad sea dicha.

-¿Y esta misma noche la tenés que ver?

-Bueno, vos sabés como son estas cosas.. hablamos desde hace tiempo y está loca por mi. Cuando supo que me venía para acá se puso como loca y me hizo jurarle que pasaría con ella la primera noche en su país. ¿Viste como son algunas minas de románticas no? Si no la veo hoy mismo, por ahí se calienta conmigo y me escupe. ¿cazás?.

-Está bien, zeballitos, andá tranquilo, yo veo como te cubrimos....-

-Gracias, Cacho, no sabés la gauchada que me hacés, pero .. –

-Pero qué- preguntó Antúnez.

-Bueno Cachito, ¿no me podrías conseguir un móvil? Andar a pata por acá debe ser jodido y por ahí e produce algún incidente, en un móvil me parece que sería más seguro..

-Tomá. Tomá las llaves del jeep y tratá de no mandarte ninguna cagada on os van a arrancar la cabeza a los dos. ¿Ok?-

-Ta agarrao- le dijo Franck y agregó –Sos más que un hermano loco. Te debo una –

-Ni lo mencionés Zeballitos, dale un beso de mi parte y con eso estamos cumplidos- contestó Antúnez con cara de cómplice. Franck lo miró con conmovedora gratitud, que no estaba destinada a otro que no fuera Dios por permitir que siguiera dando boludos el tiempo.

A eso de las siete y media, Antúnez le alcanzó a Franck las llaves del Jeep y una orden operativa absurda e inútil como para justificar la borrada. Franck se guardó ambas cosas en el bolsillo del pantalón pero inmediatamente se lo pensó mejor y las cambió para el de la camisa. Tenía las ingles y –por qué no decirlo- también las bolas absolutamente escaldadas por el calor del día. El pensamiento de tener el pesado llavero consistente en una tuerca, rozándole las pelotas en el ir y venir de los anchos pantalones de verano, le provocó una especie de vértigo instantáneo, caminó los ochenta pasos que lo separaban del barracón donde se guardaban los vehículos. Sólo se escuchaba el croar de las ranas, el zumbido intermitente de algún insecto, y el eco de un tambor que taladraba el silencio a martillazos.

El miedo entró a colársele entre las tripas como un punzón de romper hielo. -¡las cosas que uno hace por guita!- reflexionó, un tanto tarde. Si no conseguía rápido deshacer el hechizo o maldición o lo que mierda fuera, tendría que bancarse quien sabe cuantos meses en Haití, sin ninguna posibilidad de repatriación y lo que es peor, sin ningún tipo de recompensa económica. “Arriesgar el culo gratarola es una de las cosas más idiotas que se pueden hacer en este mundo junto con votar en las internas de otro partido para que gane el peor como hicimos la vez pasada” volvió a reflexionar, tarde también, lamentablemente. Mejor pensar en otra cosa. Por ejemplo, en cómo mierda encontrar el lugar donde estaba escondido el famoso muñeco. La única pista que tenía era una tiket del supermercado Disco, en cuyo reverso estaba escrito en una mezcla inmunda de portugués, español y francés, algo así como “ 2 garrafas de Velho Barreiro, la rue St Dennis 5, jogarle al 03 so si los filhosdaputa me lo yeban, Carina te hace de todo 099 585 585. ” En fin, un verdadero jeroglífico. Intentaría llamar a Carina que era lo más sencillo, luego probaría con la Rue St. Dennis.

Después de buscar un teléfono durante una hora y media en vano optó por averiguar donde quedaba la Rue en cuestión. Apelando a lo poco que recordaba del francés de segundo de liceo, intentó consultar a el empleado de una estación de servicio que por esos milagros encontró abierta. ¿Cómo mierda se decía “buenas noches”? pensó desesperado. ¿bon suar? ¿bon nuar? Saludó con una frase de compromiso que comenzaba con bon y terminaba con uar omitiendo todo lo de entremedio en un amasijo de palabras inteligibles. Buen truco pensó para si mismo. ¿y ahora? ¿Rue Saint Dennis? Balbuceó más qué preguntó Franck. El morocho lo miró, hizo un gesto afirmativo con la cabeza y entró a explicar en un cerrado lenguaje que tenía un dejo a francés, presumiblemente la ubicación de la calle solicitada. El Infiltrado se desesperó. A ese tren se pasaría toda la maldita noche intentando buscar la calle sin el menor éxito. A las patadas, intentó convencer al empleado de que le hiciera un croquis, un plano, algo escrito que estuviera a su alcance entender.

Pero el obstinado moreno se negaba terminantemente a escribirle nada. Maldito sea. Dio las gracias como pudo con un mercí que sonó a “andá a cagar” , se subió al jeep y se dedicó a buscar la calle St Dennis de la manera que pudiera en base a los gestos y morisquetas que recodaba haberle visto al empleado.
Eran como las dos de la mañana cuando dio con la calle St. Dennis. Un callejón infecto que hacía que el viejo Barrio Borro pareciera una colonia de vacaciones. El pavimento inexistente había sido sustituido por una especie de amalgama de piedras, barro y excrementos de cerdo, por cuyos bordes corría un agua infecta y hedionda. Los ranchos se amuchaban unos contra otros, iguales unos a los otros, con las mismas paredes de madera mal clavada y techos de hojas de algo que parecía palma, pero de lo cual El Infiltrado no podía estar seguro. No parecía muy larga la calle. Unas tres cuadras como mucho. Eso si. Menos mal que tenía el jeep, porque esa calle era digna de la Costa de Oro por las enormes zanjas que la surcaban. El motor del Jeep cortaba el silencio con una catarata estrepitosa de jadeos. Ochocientos cincuenta perros le ladraban desde todos los rincones originando un despelote mayúsculo. Franck dejó morir el motor, lo apagó y se apeó del vehículo dejando las luces encendidas. Los perros parecieron tranquilizarse y el silencio volvió a caér como un telón.

Transitó la calle con pasos un tanto vacilantes a la luz de los potentes faros del Jeep. Miraba cada casa sin saber muy bien cual era el indicio que buscaba, pero seguro de que lo reconocería en cuanto lo viera. Un grillo cantaba en alguna parte, con un sonido tan potente que le hizo recordar a las películas de mutantes que vio de pibe en el Cine Atenas. Se imaginó un grillo del tamaño de una carretilla, escondido en algún recodo del camino, acechándolo para hacerle.. ¿hacerle qué? ¿Qué te puede hacer un grillo por más mutante que sea?¿Cantarte hasta la muerte?

Lejanas campanadas provenientes quien sabe de donde a sus espaldas, dieron las tres de la mañana, en el mismo momento en el que reconoció la casa. Era inconfundible. Tenía el aspecto siniestro de la residencia de un culpable, tenía las sombrías ventanas hambrientas de víctimas. Tenía el olor ominoso del mal. Tenía el número 5 al lado de la puerta. Con la pistola 9 mm. en la mano derecha, tanteó la puerta con la izquierda. Se abrió con un sonido de goznes rechinantes digno de una verdadera historia de terror y no de este relato de cuarta. El olor inmundo de la pocilga, le golpeó violentamente trayéndole recuerdos de su propia oficina. Lamentó no haber traído una linterna. Entró.

Sacó el encendedor para iluminarse. En una cama única, dormía un negro enorme, cuyos pies sobresalían una cuarta de la catrera descangayada. Dormía usando la camiseta de la selección de Haití como pijama y abrazado a una especie de trapo, como el amigo de Charlie Brown. Franck lamentó durante un breve instante no tener consigo un osito de peluche para regalarle. Se agachó y bajo la cama divisó un amasijo de trapo que bien podía ser un muñeco. Claro, en esa oscuridad también podía ser un montón de bosta por lo que vaciló unos segundos antes de meter el brazo y extraerlo. Pero era triunfar o morir. Como en Maracaná. O rompía la maldición o no había para él camino de retorno, al menos por unos cuantos meses. Sacó el bulto de debajo de la cama, que ahora si tenía aspecto de muñeco vudú de película clásica y con él bajo el brazo, salió de la casa tan silenciosamente como había entrado, por lo menos hasta la parte en que pateó la escupidera esmaltada del grone y tuvo que salir disparando mientras que el urso enorme, saltaba de la cama como si un oso hormiguero le hubiera hecho una propuesta erótica y se ponía de pie restregándose los ojos y preguntando algo inteligible en francés, pero que terminaba sin duda con el nombre propio “Julien”. El Infiltrado no se quedó a dar explicaciones. Se subió al Jeep, tiró la pistola y el muñeco en el asiento del acompañante y salió de ahí con toda la velocidad que la calle permitía. El negro no demoró ni veinte metros en alcanzarlo. Igual que en el fóbal pensó con desesperación Franck. Cualquiera corre más que nosotros. El Infiltrado agarro la 9 y le apuntó al perseguidor directamente a la nariz. La imagen valió más que mil palabras porque el negro pegó una reculada de un par de metros, levantó los brazos y con ellos levantado como si participara de una propaganda de Rexona, salió rajando con rumbo a su domicilio.

No demasiado tiempo después, Franck estaba nuevamente en el cuartel.
Cuando por fin, bajo la luz diáfana del cuarto de baño, El Infiltrado pudo mirar atentamente el fetiche que se había afanado de debajo de la catrera del morocho, no pudo menos que lanzar un pequeño grito de pánico, que por suerte supo reprimir apenas comenzado. Era sencillamente horroroso. El muñeco era una réplica de paño de Paco Casal. El gesto del pequeño rostro era de dolor indescriptible y un alfiler negro como el azabache le atravesaba limpiamente la billetera.

Germán Queirolo Tarino.
7/06/04

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