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Thursday, November 09, 2006

Madre (cuento)

Madre.

-Madre, quédese tranquila, ahora está en manos de la Doctora, ella se encargará de todo.- La enfermera trataba en vano de tranquilizar a Teresa, que veía insinuada tras la cortina la silueta indefensa de Manuel. Nunca le pareció más indefenso su pequeño hijo.
Una mujer policía, de guardia en la sala de urgencias, tomó a Teresa del brazo, y la arrastró suavemente hacia la sala de espera que lucía entre lúgubre y espartana.
Teresa, llorando mansamente la dejó hacer.
La policía se sentó a su lado y le acarició silenciosamente los cabellos una y otra vez. En silencio, una y otra vez. El llanto de Teresa fue cesando tan lento como una puesta de sol.
En la pared un reloj tan espartano como el resto de la decoración arrastraba el minutero sin apuro ninguno.
Desde la puerta de la Sala de Urgencias, llegaban sólo sonidos tranquilizadores. Voces de enfermeras preguntándose o contestándose sobre temas intrascendentes, alguna carcajada un tanto reprimida, sonidos cotidianos, tranquilizadores.
Teresa inconscientemente trataba de asirse a esos sonidos, como un náufrago lo haría de un piano de cola que pasara flotando a su lado.
Intentó encontrar la voz de su hijo entre las voces que provenían del otro lado de la puerta entornada. Aguzó el oído hasta que pareció que el pabellón de la oreja se le agrandaba. Nada de nada. Sólo el ronroneo feliz de las enfermeras.

Una de las enfermeras le comentaba a una compañera algo sobre una malla que le quedaba demasiado chica. La mente de Teresa intentó evadirse hacia el verano, más allá del viento que estremecía las ventanas y le recordaba que estaba a ciento ochenta días de distancia.
La caricia de la mujer policía pareció acentuarse. Teresa presintió que ahora vendría una especie de interrogatorio. Buscó desesperadamente una excusa para postergarlo. En su campo mental apareció clara, nítida la imagen de una cometa recortada contra un cielo increíblemente celeste, increíblemente estival. Nada aprovechable para eludir las preguntas que se venían.
Descartó el inútil barrilete de un plumazo.
-Su pareja es el padre biológico del niño?- Disparó a quemarropa la policía.
Teresa sintió una oleada de vértigo acompañada por nauseas. Se le nubló la vista.
-No, si, quise decir que no fue él, ¡No fue él! ¡Es el mejor padre del mundo!-
La mujer policía guardó silencio.
Teresa tenía una especie de mohín empecinado. Una cara de capricho infantil.

La policía volvió a la carga:
-¿Alguna vez notó conductas extrañas en el niño? ¿Silencios prolongados sin justificación? ¿Miedo a quedarse a solas con su padre o con otro adulto? –
-No.-
-Piénselo bien,- insistió la policía – no conteste a la ligera, se que es doloroso pero intento ayudar.-
Un repentino llanto de bebé rasgó en dos el silencio de la noche. Duró no más de tres o cuatro segundos y cesó tan repentinamente como había comenzado. La mujer policía saltó visiblemente, como si la hubieran pinchado. Teresa, apenas si se movió.
-¿Lo pensó mejor? ¿No recuerda absolutamente ningún hecho fuera de lo común? - insistió la agente. Las caricias no habían cesado pero ahora a Teresa ya no le resultaban reconfortantes. Por el contrario, las sentía cínicas, interesadas. Sacudió brevemente la nuca como para deshacerse del contacto. La otra pareció entender. Retiró la mano de la cabeza de Teresa y buscó una libretita en el bolsillo del gabán.
Un block pequeñito con una bandita elástica enrollada alrededor. Enganchada a la banda elástica, venía un bolígrafo y enganchado al bolígrafo, una caja de cigarrillos que se cayó esparciendo por el suelo de baldosas grises buena parte de su contenido. Teresa contó los cigarrillos caídos como si eso tuviera alguna importancia. Uno, dos, tres.. cua..cin. sei... La agente los juntó displicentemente y sin volverlos al paquete se los guardó en el bolsillo izquierdo.
Teresa pensó en su hijo. Tenía la costumbre de alcanzarle los cigarrillos a su marido cada vez que él se cambiaba por cualquier motivo de habitación. Tenía, se recalcó para si misma. Hace un tiempo que había dejado de hacerlo. ¿Sería acaso que evitaba quedarse a solas con él? No, se dijo tajantemente como quien cierra un libro interesante porque ya es demasiado tarde como para seguir leyendo y mañana hay que trabajar.
-¿Cuatro años tiene el niño? ¿No es así?-
-Si, los cumplió en mayo, el dos de mayo.- contestó Teresa, y agregó –Su padre le regaló una pista de autos, estaba feliz con su pista de autos.-
Estaba, pensó Teresa, pero desde hace un tiempito ¿Un mes? ¿algo más? Parecía haber perdido todo interés en el juguete. ¿Sólo en el juguete?. – Teresa movió la cabeza en un repentino gesto negativo, tratando de apartar de si misma pensamientos ominosos.
-¿Tiene alguna foto del niño con usted Teresa?-
Silenciosamente abrió su cartera, hurgó entre los compartimientos, sacó un sobre y lo abrió amorosamente. Sacó del sobre una foto de Manuel en la playa. Sentado en la arena y rodeado de moldes multicolores. El niño lucía una sonrisa radiante. Con la mano derecha sostenía un rastrillo de plástico amarillo. La izquierda la tenía sobre los ojos a modo de visera. Tenía las piernas extendidas hacia delante, en una postura que a un adulto le resultaría increíblemente incómoda. La uniformada sonrió levemente respondiendo a la irresistible sonrisa del niño. Al pie de la foto, se veía la sombra de la cabeza del fotógrafo. La mujer pensó para si misma, que ese niño estaba expuesto al sol antes de la hora permitida, por la inclinación del sol de la que la sombra hablaba. Se cuidó bien de comentarlo.
En cambio preguntó:
-¿Es de este verano?-
Teresa asintió con la cabeza. Estaba perdida en el verano. Manuel adoraba ir a la playa. Esperaba a que papá regresara del trabajo, sentado en un banquito de madera con el short puesto y los juguetes guardados en una bolsa de malla de aquellas que hace añares se usaban para hacer los mandados y que familiarmente eran llamadas “chismosas”.
-¿Suele tener pesadillas Manuel Señora Teresa?-
Teresa contestó en forma más o menos automática.
-No más que cualquier chico de su edad-
-¿Recuerda alguna en particular que le haya contado?-
Teresa se concentró en recordar.
Desde la Sala de Urgencias le llegó una canción de cuna. Suavecita. Apaciguadora Pero también increíblemente dolorosa. Pasos presurosos. Susurros, silencio.
-Soñó con gallinas que venían a picarle los ojos.- Sonrió Teresa, luego la sonrisa se esfumó como se oculta el sol tras una nube. Luego pasó a la ofensiva
-¿Usted es sicóloga además de policía?-
-Una termina siendo de todo un poco, pero más que nada soy mujer.-

Se abrió la puerta de la sala de espera. Entró un hombre llevando en brazos a una niña de unos cinco años. Morochita, de pelo largo y luciendo en la cara visibles muestras de varicela. El hombre golpeó suavemente la puerta de la urgencia.
La mujer policía los miró por el rabillo del ojo, Teresa creyó observar cierta suspicacia en esa mirada, pero consideró que eran cosas suyas.

La niña sostenía de los pelos la cabeza de una muñeca. A Teresa le hizo recordar una lámina sobre la Revolución Francesa. La asociación de ideas estuvo a punto de arrebatarle una sonrisa. Pero antes de que la sonrisa llegara siquiera a florecer, se interpuso un enorme escudo de dolor, que pareció punzarle detrás de los ojos. La nariz se le llenó de mocos, los ojos de lágrimas, la garganta de un sabor a la vez salobre y amargo.

Se preguntó como era posible todo esto. ¿Cómo si ella estaba hasta hace una hora en su casa y en paz, preparando la cena y escuchando desde el living el audio del teleteatro de la tarde? ¿Y ahora? En la urgencia del hospital, soportando el interrogatorio y las veladas acusaciones hacia su marido por parte de la mujer policía que hacía la guardia en la sala de pediatría. Su vida parecía haber tomado un curso lúgubre y sorprendente en menos de dos horas. Una alfombra roja de sangre. Un llanto de pánico y ese miedo atroz que le desgarraba las vísceras. La vida te da sorpresas.

-¿Avisó a su marido que traía al niño al hospital?-
-En realidad no le avisé- contestó Teresa- lo llamé al trabajo y ya no estaba así que le dejé un papel en la mesa de la cocina. No se si lo habrá visto, - su voz se quebró en un sollozo.- es tan distraído para esas cosas. – Luego musitó en forma apenas audible –Dios mío, Dios mío. –

La agente insistió
-Teresa ¿No cree que su marido ya tuvo tiempo suficiente de venir al hospital? ¿Le explicó en la nota lo que le sucedió al niño?-

Teresa estalló en sollozos nuevamente. Asintió, negó, volvió a asentir. La mujer policía sacó un bollo de pañuelos descartables del un bolsillo de su gabardina. Se lo pasó a Teresa. Le temblaban tanto las manos que le costó agarrarlos. Se quedó empuñándolos sin intentar siquiera secarse los ojos o sonarse.
Repentinamente un recuerdo sacudió su memoria como un tiro.
Manuel pidiéndole que fuera ella a buscarlo al jardín. Ella no su papá.
Cuando le preguntó el motivo, el niño evadió contestar. Un escalofrío le recorrió la espalda. El sudor se le congeló en la piel. Otro recuerdo acudió tras el primero: Manuel llorando para no ir a dormir la siesta con su padre el Domingo pasado. Las piezas parecían encajar en un rompecabezas imposible y desgarrador.

La policía la miraba fijamente como alentándola a hablar.
-Se le lee en la cara que acaba de recordar algo- Le dijo, seria, con una mirada de comprensión indescriptible. -¿Qué fue?- Preguntó.

-No quiere dormir la siesta con su papá.- Lo dijo sin mucha convicción- Antes iba contento a dormir la siesta, o tal vez no tanto como contento pero iba. Ahora llora desconsoladamente.-

-¿Siempre duerme con él?- ¿Solo con él?-
El “solo con él” sonó ominoso. Quedó flotando en el silencio de la sala de espera como una flecha que busca destino.
Teresa se defendió.
-Lo hace sonar como si fuera un crimen como si yo fuera una total irresponsable por dejar que el niño duerma con su pad.. , con ese tipo.- Se ofuscó Teresa.
-Si hubiera visto las cosas que yo vi..-
-Sí. Supongo. –Vaciló y añadió –Disculpe.-

Una enfermera abrió la puerta. Teresa saltó casi del duro banco de madera pintado de gris claro. Pero la mujer llamó al padre de la niña con varicela. Le dijo algo en voz baja mientras le sonreía a la niña de la muñeca decapitada. Entraron. La puerta se cerró con un leve chirrido de bisagras hambrientas. Teresa no pudo contener un sollozo.
-¿A que hora salió de su casa?- Interrogó la mujer policía.
-Hará más o menos tres horas. Dos y media, no se, en todo caso más de dos.-
-Su marido tuvo sobrado tiempo de llegar. ¿No le parece?-
Teresa volvió a llorar.
Asintió con la cabeza.
La agente se levantó.
-En seguida vuelvo, tengo que hacer una llamada.-
-¿Lo van a salir a buscar?- Preguntó Teresa.
La mujer se encogió de hombros. Sus facciones aparecían pétreas.
-Eso no depende de mi, nada más voy a dar cuenta.-
Teresa suspiro profunda y desgarradoramente.
Diez segundos después estaba a solas.

Te vi por la ventana esmerilada, fatigado aún de haber subido corriendo la escalera del hospital.
El corazón me late misteriosamente adentro de la cabeza.
Estabas parada ante la puerta entreabierta que daba a la sala de urgencias. Cuando entré me miraste y no reconocí esa mirada.
Hasta hoy, pensé que en tantos años de matrimonio, todo nuestro stock de miradas estaba agotado y que difícilmente vería una nueva. Pero la vi. Y demoré veinte segundos en percatarme de que me mirabas con un odio tan intenso que me hiciste sentir miedo.
Un hálito de hielo parecía rodearte. Pareciste crecer, ensancharte, alargarte de puro odio. Me acerqué a preguntarte que pasaba, como estaba el nene, que tan grave, pero apenas había andado dos pasos hacia ti, tu mirada se volvió de hielo y fuego y me murmuraste entre dientes “¡Hijo de mil putas!”

No sabía que decirte, como explicarte que hubiera querido llegar antes pero la maldita camioneta se hizo rompió en medio de la nada y el Automóvil Club demoró media vida en llegar. No sabía que decirte ni como decirte eso que no sabía.
Tu odio lo llenaba todo. No me dejaba siquiera espacio para moverme. No me dejaba aliento, no me dejaba apenas vida. Quise balbucear alguna explicación sobre mi demora pero todas las palabras estaban muertas entre mi mente y mi garganta en una dislalia a la que dieron vida tu odio y mi pánico. Retrocedí. Sentía lágrimas en los ojos y miedo en el corazón y no podía hacer otra cosa que retroceder.

En ese momento, se abrió del todo la puerta de la emergencia.

Una enfermera que me ignoró absolutamente, te llamó sigilosamente. Tuve miedo de acercarme. El miedo a tu odio superó por lejos la necesidad de tener noticias de nuestro hijo. Me quedé parado como un idiota en medio de la sala de espera, bajo la luz del tubo fluorescente y sintiendo que mis tripas estaban hechas de gelatina y mis piernas de goma y mi garganta de lija gruesa.

La enfermera habló:
-Madre- te dijo- Quédese tranquila, hemos revisado al niño y le hemos descubierto una importante parasitosis intestinal, -lombrices- aclaro por las dudas - que ha originado hemorragias y dolores en el recto y el ano. Ya iniciamos un tratamiento con antiparasitarios, en vista de lo importante de la hemorragia hemos decidido darle una inyección de vitamina B12. En un minuto la doctora vendrá a hablar contigo.-
-Pero ... ¿entonces no lo viol.. ?- Comenzaste a preguntar pero la pregunta se te murió entre los labios.
-¡Nada de eso! ¡Por Dios señora!, sólo lombrices, eso si, deberá tomar importantes medidas de higiene en su domicilio y medicarse tanto usted como el resto de su familia para evitar el ..........-

Las palabras de la enfermera parecían insignificantes ante el asombro que me ocasionaba la certidumbre en la que mi presunción se convertía rápidamente, sentía como se me congelaba el corazón. Tu rostro se transfiguró. El odio dejó paso a otra cosa. Tal vez alivio. No se.
Al fin yo comenzaba a entender tu odio.
Algo se hizo pedazos mientras avanzaba la comprensión. Algo que al romperse me rompía. Me destruía tan rápido que sentí vértigo. Caminé tres, cuatro, cinco pasos y me apoyé en la pared contraria. Por un momento pareció que iba a vomitar, pero tras un breve segundo, la rebelión de mi estómago cesó.

-¿Puedo,... es decir... podemos verlo?- Preguntaste.

Y con la comprensión, el odio que se había hecho neblina primero y luego aire en tus ojos, saltó de vos a mi como una chispa mágica y maligna mientras la enfermera, sonriendo sin percatarse que delante de ella se derrumbaban ocho años de matrimonio y un amor que hasta entonces creí enorme, desaparecía como si alguien hubiera arrancado la hoja en la que estaba escrito, te decía, nos decía:
-¡Cómo no!, Pasen padres nomás, en cinco minutos la doctora estará hablando con ustedes y ya se podrán llevar al niño.-
Te pusiste a llorar y me alegré de que lloraras.
¡No sabés cuanto me alegré de que lloraras!
No pude ni siquiera entrar a verlo. Los policías llegaron en ese momento y me sacaron del hospital sin darme oportunidad de decir nada. Vos creo que intentaste decir algo, pero una milica morocha, que apenas si me miró con desprecio, te hizo callar y te dijo que no te preocuparas en defenderme, que sabía lo que es eso, que cuando aparece el marido siempre las convence de que es inocente pero ellos ya están acostumbrados y lo demás que decía no llegué a oírlo porque los tipos me llevaban afuera a mil por hora mientras discretamente me metían la primera piña en los riñones y me prometían una violación personalizada para esa misma noche. Quise llamar a la enfermera para que les dijera. Quise gritarte que me dejaras en paz y que prefería cien violaciones a una sola palabra tuya en mi defensa. Quise darle un beso a Manuel antes de irme. Quise tantas cosas. Quise la muerte. Pero no pude pedirlas, todo ocurría demasiado rápido y yo todavía tenía una lija en la garganta. Ahora que lo pienso, entre que entré muerto de preocupación y salí destruido de odio, no dije una sola palabra.

Hace horas que estoy encerrado en el calabozo dejando que mi mente discurra una y otra vez, sobre esta pesadilla que se hizo repentinamente realidad.
Como si un rayo hubiera caído sobre mi vida y la hubiera hecho pedazos, dejando apenas este despojo pensante y terriblemente austado, que espera en un calabozo de un metro y medio por uno que se haga el día, sin saber muy bien ni para qué, ni a donde irá una vez que pueda irse.
La violación que me prometieron, aún no ha ocurrido, pero de a ratos, siento a los milicos comentando sobre su inminencia. Espero que no sea más que alharaca para aterrorizarme. Si es así, han tenido total éxito. Estoy aterrorizado.
Durante toda esta noche interminable he pensado mil venganzas. Mil y una.
Pero creo que me conformaré con el divorcio.
Mañana o a más tardar pasado, en cuanto los milicos me suelten, iniciaré los trámites.
Lo único que deseo, es que en tanto no salga de acá, me sigan teniendo incomunicado.

Germán Queirolo Tarino
Salinas 30-06-04

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