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Thursday, November 09, 2006

De como me libré de la culpa (cuento)

Para Daniel Colobbio en las casivísperas de su redota.



El tipo me tenía completamente podrido.

Semana tras semana me hurgaba los sentimientos, los recuerdos, los sueños. Los sueños oníricos y los otros, para que quede más claro.



Y por si lo anterior fuera poco, me cobraba.

Me habían prometido que me iba a sentir mejor. Que la ansiedad se iba a desaparecer como por encanto y que esas ganas de agarrar del cogote a los clientes más pesados de la agencia cada vez que me vienen con cosas raras y con reclamos estúpidos, quedarían en el pasado.

Pero en lugar de eso, lo que el tipo lograba es que cada acontecimiento de mi vida que repasábamos, se tornaba en ominoso y oscuro.

Hace como nueve o diez semanas que consuetudinariamente me someto al examen de ese desconocido de rostro y gesto anodino, que se alquilaba a los efectos de escucharme y hacerme descubrir como mi vida había sido una increíble secuencia de cagadas.

El viernes pasado me preguntó repentinamente, “¿Le llaman la atención los pozos?”

Vacilé un poco antes de contestar. Ciertamente siempre me llamaron la atención los pozos. ¿Habría algo malo en eso? Le pregunté ¿Hay algo malo en eso?

-Usted sabrá.- me dijo.

¿Había algo de acusatorio en ese comentario? Sonaba como un cóctel cuyos principales ingredientes eran la acusación y la insinuación.



No hay caso. los pozos siempre me han llamado la atención. ¿Por qué? Ni la más puta idea. Hay algo en ellos, algo en su fondo líquido que refleja mi imagen quieta y contemplativa, que me mira a su vez, que quiere saber de mi más que yo mismo.

Me acuerdo de cuando tenía cuatro o cinco años allá en Los Titanes. Un terreno yermo, con una casa a medio construir, una duna de arena en la que jugaba de vez en cuando y un pozo sin brocal. Un agujero en el piso, a cuyo borde me asomaba mirando intensamente mi reflejo.

Mil y una veces me habían advertido contra los peligros de pozos y aljibes. Me supongo que si mi vieja hubiera estado al tanto de mis incursiones al pozo sin brocal, me hubiera dado una paliza de antología, más que merecida por otra parte. Y a cada advertencia, se volvía más fuete su atracción de ese pozo que me miraba en silencio, en las horas del árido silencio de la tarde. ¿Qué me anunciaría ese silencio? ¿Qué ecos me despertaría ese pozo en el alma?

Alguna vez tiraba píedritas al fondo del pozo. Miraba entonces, como mi imagen se rompía en cien círculos concéntricos que se llevaban los fragmentos de mi mismo hacia los bordes oscuros del pozo, donde la luz apenas si llegaba en forma de pálidos reflejos.

¿Sería una especie de prematura tentativa de suicidio? ¿Una especie de mortificación simbólica? ¿Una analogía de la destrucción del ser?

¿Acaso con cuatro años pretendía destruirme?

Y si lo pretendía ¿Por qué? Mi niñez era generalmente solitaria, pero no por ello necesariamente mala. ¿Y por qué sería tan solitaria?

¿Acaso era yo mismo quien buscaba la soledad? ¿Era una construcción propia y personal mi soledad o era por el contrario la consecuencia de alguna actitud que resultaba socialmente reprobable entre la comunidad de los niños de cinco años?.

Es más ¿Por qué me reprobaban? ¿Era acaso agresivo con mis congéneres?. No lo creo, o no lo recuerdo.

Aunque ciertamente más de una vez, me trencé a golpes por un juguete deseado o simplemente, porque un antagonista más débil me brindaba la oportunidad. ¿Era un abusador?

Me acuerdo de la Vilches.

Debía andar yo por los seis años, poco más o menos. Estaba en primer año de escuela en la clase de la Señorita Clementina. Y Vilches era pelirroja. Por alguna razón odiaba a las pelirrojas y hostigaba permanentemente a la pobre criatura. ¡Qué horrible! Me duele acordarme de cómo martirizaba a la pobre niña de seis años, que tal vez, era la reina de su hogar, la luz de los ojos de mamá y papá, el tesoro irremplazable que una familia enviaba a la escuela con la ilusión de que aprendiera a transitar por esta vida y de paso, disfrutara interactuando con niños de su edad, todo para que un maldito abusador como yo, la martirizara en los recreos, le tirar del pelo y no perdiera oportunidad de burlarme de sus cabellos rojos y sus pecas. -¿No le molesta que llore?- Gracias, me hace falta, me siento muy mal, la verdad que estos recuerdos me rompen el corazón, ahora que los miro bajo la luz de la paternidad.-

¡Pobre Vilches! ¿Cómo podía ser tan hijo de puta?- Sin duda hubiera sido justo que me cayera en ese maldito pozo de mierda, pero Dios por alguna razón ignota, puso su mano para que un sorete de semejante cuantía, no tuviera el final mere…. ¡No me interrumpa! ¿Mi autoestima? ¿Qué pasa con mi autoestima?

-No, no es que esté hecha pedazos, es que usted me hace ver la luz de la verd…- ¡No me discuta! ¿No se da cuenta de la clase de individuo que soy? ¡Una basura! ¡Un abusador! Usted es una piltrafa enclenque. ¿No se da cuenta de lo fácilmente que podría reventarlo? ¿Calmarme? No puedo calmarme, no quiero calmarme, recién ahora descubro y gracias a usted que soy terrible porquería de tipo ¿Y ahora me viene con que me calme? ¡Quédese donde está! ¡No me toqué! ¡Suelte ese teléfono! ¡Qué lo suelte le digo!...-

Luego me calmé.

Supongo que los gritos no llamaron la atención de ningún vecino. Probablemente estaban acostumbrados a que de vez en cuando algún loco se desbocara.

Cuando me fui del consultorio me sentía libre.

Me sentía bien. Asumir la condición ruin de uno mismo, no es algo tan malo como parecía.

Soy un monstruo ¿Y qué? Por lo menos me siento bien.

Supongo que la policía debe estar buscando intensamente, hurgando los archivos y refistoleando huellas digitales.

Menos mal que al irme, me llevé conmigo la agenda del sicólogo.

Lástima el sicólogo.

Era bueno

Me libró completamente de los complejos de culpa.



Germán Queirolo Tarino

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