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Thursday, November 09, 2006

El Clavo (cuentito con un leve matiz autobiográfico)

Por no ser ni frío ni caliente cualquier dios que se precie me explusaría de su boca.

Cuando joven, creí firmemente
No importaba mucho en qué. Lo importante era creer, sentirme identificado, un ladrillo más en la pared de una causa.
Así participé en la Barra de la Amsterdam, en la Iglesia Adventista, en los Scouts Católicos, en el Partido Socialista de los Trabajadores, en la Federación Ancap, en la protectora de animales, en el Club Social y Deportivo Villa Española y en el Club Social y Deportivo Salinas. Seguí a Falta y Resto por todos los tablados de Montevideo, y como hincha del Paysandú, me enrosqué a trompadas, sillazos y botellazos con los hinchas rivales. Me fui a dedo a Salto y Paysandú siguiendo a la selección del liceo Dámaso Larrañaga, y cuando perdimos en Salto contra Paysandú que tenía un cuadrazo, estuve indeciso entre tirarme al Río Uruguay o regresar a Montevideo e irme a ver las sesiones del Consejo de Estado por una semana a los efectos de terminar de una vez con mi miserable vida.
Cuando junté sellos, no tenía escrúpulos en afanar las cartas de la vecina que asomaban por abajo de la puerte, compraba libros, compraba los sellos que venían en sobrecitos blancos, y tenía el sello con la cara de Francisco Franco en todos los colores del arco iris y hasta la miraba con ternura.
Una vez que se me dió por juntar boletos usados, (tendría unos 15 años) viejaba en ómnibus hasta para ir a la panadería. Juntaba los boletos del piso del bus aunque tuvieran pegado un chicle mascado lleno de pelos negros adheridos. En ese entónces, los boletos de Montevideo estaban divididos en zonas, unos eran rojos, otros negros, otros verdes. Los rojos me eran complicados de conseguir por mi mismo, ya que vivía en la Blanqueada, dentro de la zona de boletos verdes. Así fue que conocí lugares inverosímiles a los que iba sólo por conseguir el boleto. La Cuchilla Pereira, La Curva de Grecia, Villa García, Toledo Chico. Podía correr un boleto contra el viento, chocando contra la gente que venía caminando en sentido contrario y tirándome en palomita como golero en final, contal de conseguir un boleto de la empresa de Omnibus de San Antonio, que eran bravísimos de conseguir.

Todas esas adhesiones y muchas más que no menciono o no recuerdo, me provocaron la misma pasión.

Cuando supe ser hincha de Peñarol, y partícipe de la Barra de la Amsterdam, tenía hasta un poncho aurinegro, una bandera firmada por todos los jugadores, escribía letras para la hinchada como si en ello me fuera la vida, era capaz de entregar a un amigo bolisilludo a las huestes aurinegras con el grito patriótico de "¡Ese es un bolso infiltrado.. lo se porque es mi mejor amigo de la escuela, vivo en su casa y lo considero mucho más que un hermano!, ¡Muchachos, vamo a masacrarlo!!!
Vivía en el apartamento de arriba al de Juan Ramón Carrasco, a la vuelta de la sede de Nacional, y más de una vez me encontré desconcertantemente apedreando mi propia casa con furibunda sed de justicia. Luego participaba de la colecta para reponer los vidrios con alegría y sin notar lo esquizofrénico de mis actos. Sabía que Cataldi perdonaría.

Cuando fui adventista, ni que hablar que no había misionero voluntario más entusasta que yo. Escribía himnos, le desinflaba las ruedas del auto a los católicos, hijos de la Meretriz de Babilonia e incrédulos del Regreso, que no veian porque no querían que de las canillas del baño manaba cotidianamente la sangre aunuciada por San Juan desde Patnos en el libro del Apocalípsis, cuyos versículos conocía de memoria y me deleitaba en la certeza de que ibamos a quedar nada más que yo y diezy ocho adventistas más en el paraiso, mientras en resto de la humanidad de consumía entre las brasas del averno haciendo de amenuenses del Gran Cornudo. (Y no hablo de ningún político en particular). Con tal de no trabajar un sábado, era capaz de renunciar al trabajo mejor remunerado del planeta. Mis recursos financieros eran como siempre escasos, pero no podía recurrir a comer un refuerzo por las dudas de que el fiambre tuviera un cacho de cerdo mezclado. Entre un pan y el otro podía esconderse la condenación eterna.
Durante mi etapa de Boy Scout Católico.. puaaa.
Pegué afiches por todo Montevideo como un desgraciado anunciando el censo del año 75, Me prestaba para las taréas más desagradables y las hacía con una sonrisa, así fuera higienizar al cerdo de la chacra hogar con un cepillo o aburrirme en toda la extensión imaginable durante las guardias en los campamentos. Y todo eso, sin pecar ni con el cuerpo ni con la mente.

Durante mi pasaje por el PST, me hice tan trotskista que el mismo León se hubiera alarmado y me hubiera enviado al siquiatra con urgencia. Me aprendí de memoria "El Manifiesto" y Rosa Luxemburgo ocupaba el sitial en la cabecera de mi cama, que antes ocuparon, la bandera de Peñarol, el crucifijo y la pañoleta de los scouts, el clavo solo, porque los adventistas no adoran imágenes como los paganos, la foto de la Falta, y algunos íconos más de otros fanatismos olvidados. El materialismo histórico no tenía secretos para mi. aprendí que la religión era el opio de los pueblos, el fobal, otro opio más y cualquier cosa que no fuera la revolución permanente, era un engaño del enemigo burgués para distraernos de nuestra obligación de terminar con la infame explotación del hombre por el hombre.
Otro tanto puedo agregar de mis adhesiones posteriores.
Desfilé por 18 de Julio con el baby fútbol del Villa Española cuando los 500 años del descubrimiento, violando todos mis principios anteriores y posteriores, garronié camisetas para el baby fútbol de Salinas, rebajándome hasta lo indecible para conseguirlo, junté socios por toda La Teja para el comedor infantil del Club Progreso, me pelié con los bolches en cada reunión del sindicato, de las cuales no me perdía una, aunque mi mujer estuviera pariendo en ese preciso instante, mientras intentaba inutilmente que me salieran pelos en esa región de nombre desconocido que queda entre el bigote y el mentón, a los efectos de tener una barba candado digna de un militante, cosa en la que la naturaleza jamás quiso colaborar.
Me había convertido en un militante de la militancia.
Mis opiniones eran terminantes que me peleaba con amigos, amantes, novias, compañeros de trabajo. Pero no tenía la menor importancia. Un amigo que no fuera zurdo, era un amigo sino un infiltrado. Una amante que no recitara los versos de la Internacional durante el climáx, era ápenas un complemento insulso del colchón. Una novia que no hubiera conocido en el comité, no era digna ni de tener su número de teléfono escrito en un recorte de papel de panadería dentro de mi agenda. Un compañero de trabajo que no fuera militante del gremio, era un carnero inmundo, infiltrado por los partidos burgueses para desunir el firme haz de la clase trabajadora. Me perdí todos los bailes porque en ellos el capitalismo burgués y las transnacionales escondían su trampa mortal para los jóvenes hijos de la clase obrera.
Un buen día me dí cuenta de que estaba más sólo que Pinochet en el Día del Amigo.
Tanta opinión terminante terminó con mi círculo de amistades. Me quedaban camaradas provisorios, tan presos como yo de las veleidades de la política o de las veleidades del fútbol o de las veleidades de la religión. Y encima es sabido por todos que donde hay tres trotskistas hay cuatro opiniones. Y yo mismo tenía varias opiniones libretadas adecuadamente. Respuestas para cada pregunta. Eso sí, pocas preguntas.
Mi círculo no sólo era estrecho sino que muchas veces cobraba aspecto de espiral. Y yo en el centro del espiral mirando como todo se me venía encima.
Un buen día un compañero muy querido se fue del partido. Otro amigo se hizo hincha de Nacional por considerar que elegir a un hincha confeso de Sporting como presidente de Peñarol era un acto repudiable de entreguismo inadmisible.
Dos amigos convertidos en traidores.
Esa noche, volví a mi casa meditando sobre los ingeniosos argumentos que debía encontrar para expulsar a mi ya casi ex amigos de los rincones que ocupaban en mi corazón. Pero mis amigos se negaba a salir por las buenas.
Volví a mi pieza, miré el clavo único sobre la cabecera de la cama.
Abrí el Capital en busca de una respuesta. Pero Marx estaba curiosamente mudo. Me pareció tener ante mis ojos cientos de páginas escritas por un genio e interpretadas por idiotas.
Abrí la Biblia y los versículos me parecieron una interminable colección de palabras ambiguas, que explicaban todo a fuerza de no decir nada. Me pareció tener ante mis ojos cientos de páginas escritas por algún delirante e interpretadas por más de un vivo.
Desesperado, perdido, sin respuestas caminé torpemente hasta la bibioteca. Alguien, Dios, Marx, Damiani o quien sabe quien debía tener la respuesta. Manotié un libro al azar. el pasillo donde estaba la biblioteca estaba a oscuras. volví al cuarto, me senté en el borde de la cama. El libro elegido era el Diccionario Pequeño Larrouse Ilustrado. Regalo de mi abuela. Su último regalo ya que añ año siguiente murió. Lo abrí al azar con los ojos cerrados, dejé correr mis dedos por la página abierta abrí los ojos y miré la definición bajo la cual mi dedo se había detenido.
agnosticismo (de agnóstico)
1 m. Doctrina epistemológica y teológica que declara inaccesible al entendimiento humano toda noción de lo absoluto y esp. la naturaleza y la existencia de Dios, cuya existencia, a diferencia del ateísmo, no niega.
2 fig. Actitud de una persona o partido político que no adopta ninguna postura ante un determinado problema: ~ político.


Dejé el diccionario panza abajo sobre la cama. Miré el clavo en la pared. Más que un clavo un altar. De él colgaba un banderín de la Cuarta Internacional. Una mancha roja sobre una pared blanca. Tantos íconos colgaron de ese clavo durante mis años de adherente incondicional a cualquier cosa. Colgaban también de ese clavo, invisilbes pero presentes, amigos dejados atrás, oportunidades perdidas, siluetas de mujeres que no fueron, principios y finales. Ese clavo era el cadalso del cual había colgado todo lo que fui, pero sobre todo había ahorcado en él todo lo que rechazé. Y esto último era mucho más.
Cuando la tenaza arrancó el clavo de la pared, arrancó también un cacho de roboque que me cayó directamente arriba de la pata izquierda, descalza por estar arriba de la cama.
Juré que era el último dolor que ese clavo me provocaría.
Pero me pinché con él esa noche cuando saqué la basura.

Comencé a mandarme la puteada de la década.
Desde sus mamotretos inapelables, Dios, Marx y Cataldi, parecieron sonreír burlonamente.

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