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Thursday, November 09, 2006

La alternativa del diablo (cuento)


Estoy haciendo tiempo.

Camino despacio por la oscura calle Sombra de toro. Son apenas las diez y media de la noche, y la llovizna ha espantado a los adolescentes de las calles y veredas. Sopla del sur y el frío convierte el balneario en un escenario de pesadilla. Camino despacio porque estoy haciendo tiempo.



Deliberadamente hago tiempo.

Como a cualquiera que le alcanza con un empate para lograr el campeonato y deja que las agujas del reloj corran y recorran las escasas vueltas que faltan para el tiempo fuera.

A medida que pasan los años, cada vez me cuesta más renovar el documento.

Hoy es 24 de junio. La noche más larga del año, por lo menos para aquellos que vivimos en el sur del mundo. La Noche de San Juan.



Hace cinco años que la agonía se incrementa. Cada año me es más difícil subir hasta el campanario. La viga de la cual pende la pesada campana de bronce de la Iglesia de Salinas, cada vez me parece más tétrica y terrible. La escalera más corta.

Dice la historia oficial del balneario, que la campana perteneció una vez a una fábrica del Cerro. Mi imaginación de escritor, que parece desatarse enfervorizada justamente cada 24 de Junio desde hace cinco años, me hace perderme en ensoñaciones sobre la historia del microcosmos de una campana. Que buena historia sería. Si vivo para contarla, claro.



Seguramente de la idea podría salir una buena historia. Me prometo comenzar a escribirla en cuanto baje del campanario y me siente frente al Word, con un escocés en la mano y al calor de la luz de mi lámpara favorita, cerca de los troncos crepitantes. Tan cerca como pueda para sacarme el frío, tanto de los huesos como del alma.



La historia de esta campana en particular, fraguada quien sabe en que hornos de que país, para luego ser trasladada a la falda del Cerro de Montevideo, al ambiente fabril y cosmopolita de principios del siglo XX, con jugosas anécdotas de dolor y alegría, de placer y rencor. Una historia de tango y puñalada, entre las chapas de una fábrica, que entonces serían nuevas, tan nuevas como la campana protagónica.



Por ejemplo:



Un obrero y una obrera que se aman en silenciosa complicidad entre las máquinas, los caños y las calderas, cada uno amamantando la ilusión de dejar atrás sus vidas mediocres y desnudas de otra cosa que no sea rutina, puestos a salvo por ese amor puntual y extraño entre el vapor caliente y los olores rancios de los productos químicos.

En una de esas, se habrían amado entre los cueros rancios, empapándose de sudor y arsénico. Jadeando silenciosos y abrazados en un orgasmo breve como el impacto de un martillo, que querrían prolongar, como se quiere prolongar la extática visión de un arco iris tras una tarde de intensa lluvia.

Para ellos, su amor clandestino entre los cueros, sería igual que un arco iris en una de aciaga que se ha prolongado desde toda su vida. La campana los ve. Y es feliz la campana. Es una campana compañera, que ama a los obreros, a pesar de que deber regir buena parte de sus vidas. Porque ella se sabe ambivalente. Sabe que es lo mejor y lo peor, el nacimiento y la muerte, reposo y trabajo, guerra y paz. Pero íntimamente, se reconoce en el amor ajeno, nació para el amor, campana toda, tal vez salida de las manos de un bigotudo artesano anarquista catalán o italiano.

Comprende y a pesar de sus ganas de batir feliz por el amor vivido, sabe callar discreta y obediente.

Claro que para ser una buena historia, la pareja deberá ser dotada de convenientes enemigos. Tal vez un capataz despótico y pendenciero, a quien un aprendiz alcahuete, puesto por mi convenientemente a su servicio, le informará de los movimientos furtivos de los amantes. Ser escritor es ser una especie de Dios para los pobres personajes que transitan sus vidas al capricho de uno o a la trama que en la mente de uno se ha trazado. Es por eso, que mi misión sagrada consiste en torturar debidamente a la pobre pareja proletaria, cuya única felicidad en esta vida, se ve permanentemente trastornada por el sutil (o tal vez no tanto) fisgoneo del aprendiz y el acoso decidido y perverso del capataz, quien seguramente envidiará su amor, o estará enamorado de pobre obrera, quien lo rechazará a la manera del tango "Por seguidora y por fiel". O en una de esas, simplemente quiere hacerle la vida imposible al pobre amante desgraciado, quien en una de esas, una vez le ganó al truco humillándolo delante de los muchachos del café.

O todo junto.



Ya llegué a la Iglesia. La Plaza recién inaugurada está en penumbras. Tres chiquilines de quince o diez y seis años, pasan raudos a favor del viento, rumbo al ciber de Queirolo. Lo único abierto a esta hora. ¡Pobre Queirolo! Parece que toda su ambición radica en ser escritor y cuando me ve pasar, manejando mi Mitusubishi, me mira pensativo, no se si envidiando mis triunfos o simplemente anhelando hacerse del secreto. Una vez que pasé por su negocio para comprar un disco o algo así, quedó helado al verme entrar. Balbuceaba y por un momento pensé que iba a pedirme un autógrafo. No me despertó otra cosa que indiferencia, mientras me contaba que él escribía de vez en cuando algo que publicaba en los foros de Internet. Me mostré tan cortésmente desinteresado como pude, pero igual insinuó que en alguna oportunidad me mandaría algo por correo. Lo hizo días después pero creo que lo borré sin leerlo. Seguramente, habrá sido en los primeros días de julio, cuando me siento más grande e importante. Realmente me comporté con él de forma soberbia y antipática. Mañana mismo iré por su negocio a disculparme con cualquier excusa y a pedirle que me mande otra vez alguno de sus escritos. Tal vez si es bueno, pueda hacer algo por él. Mañana mismo.



¡Qué frío que hace!

La renovación requiere de ir descalzo hasta la iglesia. Es por eso que busco pasar lo más desapercibido. La gente no está para nada acostumbrada a verme caminar, cosa que raramente hago, y además, oculto mi rostro con un gorro de lana negra y una bufanda al tono. Pero obviamente, mis pies descalzos y supongo que azules de frío, llamarán seguramente la atención de cualquier transeúnte que conmigo se cruce. Hasta ahora excepto los chicos que apenas si se percataron de mi paso, nadie lo ha hecho.

Me pregunto que diría un policía se me detuviera pensando que soy un demente que camina abrigadísimo pero descalzo, cuando viera que tras la gorra y la bufanda se oculta "El Exitoso Novelista Que Reside Entre Nosotros" (de aquí en adelante EENQREN), al decir inefable de un periódico local que cada vez que no tiene con que rellenar sus páginas, se acuerda de mi, volcando conceptos elogiosos en previsión seguro, de que en alguna oportunidad me tengan que pedir un par de miles o en su defecto un favor.

Seguramente no pasaría nada con el policía. Al reconocerme se limitaría a disculparse poniendo toda su capacidad de servilismo en juego para dicho menester, y luego se ofrecería a acompañarme. Al declinar yo de la oferta, irá directo a la comisaría y tal vez, más tarde cuente que encontró en la oscuridad de la calle Sombra de Toro, al EENQREN caminando descalzo y solitario. Especularán entonces en la Comisaría, sobre si estaré intentando ponerme en el lugar de algún oscuro personaje destinado a una futura novela y lo olvidarán.

En una de esas nada más que hasta mañana si las cosas salen tan mal como me temo.

En una de esas, no.

Pero nadie más se cruza conmigo. Atravieso la plaza por una de esas ridículas sendas peatonales con las que la Intendencia intenta disimular su ampliamente demostrada incapacidad de hacer cosa útil alguna.

Llego a la puerta de la Iglesia. El trato es que las luces deberán estar apagadas para facilitarme la tarea. Y lo están.

Una puerta y setenta y seis escalones me separan de la renovación.

Violar la puerta de la parroquia no es tan difícil. Siempre me pregunto como es que el cura no se percata de que la puertita lateral es cada año forzada en la misma fecha. Pero supongo que, como hasta ahora no ha encontrado otro motivo de preocupación debida a mi hasta ahora breve incursión nocturna, jamás ha pensado en denunciarlo ni ha relacionado la cerradura forzada con la fecha. O tal vez, esa indiferencia del cura por el intruso de junio, esté escrita en la letra chica del trato. O sea tácita. Después de todo, se supone que el patrón, desea que el contrato se renueve año a año con los mínimos inconvenientes por lo que me facilita el acceso a su lúgubre oficina. Entro por detrás del altar. El silencio es majestuoso.

¿Cómo se lograrán tan majestuosos silencios en un recinto tan limitado? Me pregunto.

El ruido de mis pasos es casi imperceptible y mis pies descalzos, amoratados e insensibles por el frío insoportable, apenas si despiertan eco alguno en el templo vacío. Aterido agradezco ingenuamente a Dios, el breve calor del edificio y enseguida me arrepiento. Agregar el pecado de hipocresía al de blasfemia, agradeciendo a quien nada le debo, me parece moralmente repugnante. Es extraño como la escala de valores de uno, se esfuerza por ajustarse a la más distorsionada de las realidades. Avanzo por el pasillo central de la nave. Mis dedos, desnudos, ya que me he sacado los guantes al entrar, disfrutan de la textura seca y calurosa de la madera de los bancos. Esta es una iglesia esencialmente alegre. Muchas bodas y bautismos. Muy pocos funerales. Una iglesia hecha para la vida al igual que su campana, que imagino solidaria. Y sin embargo poca solidaridad ha recibido de mi esta institución o cualquier otra. Seiscientos cincuenta mil dólares recibí de adelanto por mi última novela. ¿Cuánta gente podría haber ayudado con la décima parte de eso? Sesenta y cinco mil dólares se me antojan una suma absurda. Decorar el interior de mi casa en las orillas de la Laguna del Cisne, me salió cuatro veces eso.

Los gastos de la estúpida de Marianella ascienden a la mitad de eso cada mes. Esa mujer hace el amor como los dioses, se presta a todos mis gustos, disgustos y perversiones. Además, tiene una excelente pinta para mostrar en las fiestas y un buen olfato social para generarme contactos útiles. Es bueno tener contactos útiles. El dinero no es nada sin ellos. Uno puede tener todos los millones que pueda desear, pero igual ser una especie de paria social entre los buenos burgueses. Luego de llevar unos años en su círculo, y en base a una constante exhibición de riquezas del todo inútiles, frecuentando a quien se debe frecuentar y haciendo causa común con sus lugares comunes, termina no sólo siendo aceptado sino que invirtiendo el rol. Son los otros advenedizos quienes quieren acercarse a vos y colocarse a tu sombra, si es posible en público, compartir tu mesa en una cena, o ser invitado al menos una vez a tu casa, para adular tu ostentación, elogiar tu buen gusto y pagar su diezmo de servilismo a los efectos de ser considerados como parte del exótico círculo del poder. ¿Qué hago parado en medio de la nave reflexionando idioteces? Claro: hago tiempo.

Mi mente es mucho más inteligente que yo y me hace caer permanentemente en sus trucos. Incluso en los más idiotas, como el hacerme reflexionar sobre la moral y las buenas costumbres de los preferidos del poder, a los que simultáneamente pertenezco en público y desprecio en privado. Son las doce menos cuarto. Tengo tiempo de sobra de todos modos.

Llego al frente del templo silencioso y oscuro. Giro hacia la izquierda. Las escasas luces provenientes de los altos ventanucos menguan repentinamente. La escalera está en sombras. Me lastimo el pie izquierdo en el primer escalón. Mascullo una puteada que no hace más que aumentar la sensación de alineación y soledad. A punto estoy de pedir perdón a Dios por emitir un improperio grueso en un ámbito tan impropio, pero por suerte me contengo de cometer la segunda hipocresía mística de los últimos diez minutos. Mi alma está irremisiblemente perdida así que ¿a santo de qué andar con tantas disculpas?

Los escalones son de hormigón desnudo. Filosos, ásperos, helados. La tibieza de la nave, humildemente decorada, contrasta fuertemente con la desnudez primitiva de esta escalera inconclusa. Filosos cantos rodados incrustados en la trama del hormigón, insistentemente se me clavan en las plantas de los pies. Al llegar al séptimo escalón me despojo del camperón azul que sólo uso una vez al año. En el escalón catorce, dejo gorro y bufanda. A medida que voy subiendo la escalera, el frío se hace más intenso por la inclemencia del campanario, que abierto a los cuatro vientos, muestra sin dudas la mejor vista aérea de Salinas. Recuerdo que la noche de la primera de las renovaciones, cuando todo concluyó, me asomé al exterior, respirando hondamente el aire frío de la noche. Una luna llena hermosa y enorme bañaba el balneario con su luz de plata. Y recuerdo lo intensamente hermosa de esa visión que conmovió mi espíritu con el agradecimiento de estar vivo.

Esa vez, estuve tentado de renunciar al negocio. De bañar mis manos en el agua bendita de la pila al pie de la escalera y volver a mi humilde condición de empleado municipal. Pero renunciar al sueño no es tan fácil. Me lo juro que no es nada fácil. Al bajar, pasé por al lado de la pila sin siquiera mirarla. ¡Qué idiota! No debe haber cosa más estúpida que no saber retirarse a tiempo de un juego que amenaza con dejar de ser divertido para convertirse en peligroso.

Me detengo en el escalón veintiuno y me pongo a recordar. Pablo algo se llamaba aquel compañero del municipio, el de "la alternativa del Diablo". En su momento pareció un juego estúpido. Un juego del que no supo retirarse a tiempo. Pidió el retiro con los incentivos y le dieron veinticuatro sueldos. Serían siete u ocho mil dólares, Una cifra idiota, ridícula, apenas una propina. O un par de noches en un buen hotel en compañía de la más apetecible y sensual de las mujeres del "boock". Pero para él era mucho y en ese entonces, también lo era para mi. Cuando el tal Pablo no se qué, cobró me lo encontré en el piso uno y medio.



Lo felicité y le pregunté:

-¿Ya tenés pensado qué vas a hacer con la guita?-

Recuerdo que me miró extrañamente serio y me contestó

-¿Sabés qué? Tengo miedo-

Lo entendí o creí entenderlo.

-Si.- Le dije- Es una parada jodida laque te jugaste.-

-Más que jodida hermano. Mi mujer no quería que me fuera, tiene miedo a que nos caguemos de hambre. Y no le di pelota e insistí. En fin, ahora que tengo la guita en el bolso, me entró el cagazo. Siete mil dólares no da para mucho y todas las grandes ideas parecen habérseme ido repentinamente.-

-Entonces?-

-De acá me voy al Parque Hotel. Y me juego toda la guita a color. Rojo o negro. Si le pego, con catorce mil tengo otro panorama.-

-¡Me estás jodiendo! - Le dije -¿Y si perdés?-

-Me miró con un atisbo horrible de sonrisa y se pasó elocuentemente el filo de la mano derecha por el cuello.-

-¡Por Dios! ¿Te volviste loco? - Casi le grité, completamente pasmado.

Se rió

-¡Loco vos que te lo creíste! - Sentí un infinito alivio y él prosiguió

-Tengo todo pronto para poner un quiosquito y con el sueldo de la patrona seguro nos vamos a defender, pero de todos modos, siento bastante miedo.- afirmó como quien da el tema por cerrado.

Terminamos el café. Nos despedimos. Quedamos en llamarnos.

Al otro día lo encontraron muerto en la zona de La Estacada. Se había tirado de cabeza a las rocas en plena madrugada. En los bolsillos no tenía ni una nota ni un peso.



La escalera viraba a la derecha rumbo al escalón veintiocho. Fueron siete escalones amargos. Por algún motivo recóndito que no me animo siquiera a analizar, recordar la historia del tal Pablo Algo y su "Alternativa del Diablo" le cambió el cariz a mi angustia. ¡Pobre tipo! Hoy por hoy le podría haber salvado la vida con lo que gasto de combustible en la Pajero. Claro. Quien sabe si se me hubiera ocurrido, o si me hubiera siquiera pedido ayuda. Algunas veces pienso que a los ojos de la gente común, luzco algo así como descomunal. Intangible. Tal vez si alguien me pidiera ayuda se la daría, pero jamás me pasa excepto en los semáforos. Y a los de los semáforos jamás les daría nada, el que se me acerquen a mi camioneta con sus lampazos atorrantes, me resulta francamente amenazante.



Me acuerdo de haber aprendido una vez que la fuerza de la gravedad disminuye con el cuadrado de la distancia. O sea, que a cada escalón que asciendo, la fuerza que me retiene cerca del suelo, debería disminuir y sin embargo, ¡Qué curioso!, aumenta y aumenta notoriamente. Subir cada escalón me implica el doble del esfuerzo del anterior, las corrientes heladas que entran por los ventanucos de la torre, me cortan como cuchillos a medida que me he ido despojando de la ropa.

He llegado a la mitad del trayecto y estoy prácticamente en ropa interior. Tirito tan violentamente que he despertado a varias palomas de su sueño y la ráfaga gélida de sus aleteos, me provoca constantes escalofríos. Ciegas y asustadas, las palomas chocan entre si, contra las paredes y contra mi mismo, provocando un incesante diluvio de plumas. Comienzo a estornudar incesantemente, probablemente como respuesta a algún alérgeno contenido en las plumas o en el polvo que las palomas levantan en su enloquecida tentativa de huir. La luz es escasa. Dos líneas de luz tenues y paralelas cada veintiocho escalones aproximadamente, provenientes de dos angostos ventanucos, de algo así como un metro de largo y no más de veinte centímetros de ancho. Y algo de luz que proviene de allá arriba, del campanario. En esa penumbra, tan sólo los murciélagos se encuentran a sus anchas. Y de vez en cuando, adivino alguno atravesando las sombras. Es mi último ascenso por esta escalera, me prometo, me juro, me perjuro. De una manera u otra esta es la última vez que hago este viaje surrealista. Me importa un comino perder todos mis bienes terrenales, mi fama, mi prestigio, mis mujeres, mi camioneta, mi casa en la laguna y el éxito que desde hace cinco años me acompaña como una sombra.

Ahora tengo que pagar, pero una vez que lo haya hecho, bajaré y me lavaré las manos y la cara en la pila de agua bendita. Y por las dudas de que eso no alcance para renunciar, me quedaré la noche entera rezando, pidiendo perdón, humillándome, haciendo lo que sea. Dejaré sobre el altar hasta el último peso que tengo en los bolsillos, volveré a mi casa, tan descalzo como antes y esta misma noche, abandonaré toda esta vida de triunfos, que no es más que una careta que me sale carísima.

Paradójicamente una careta cada vez más cara.

Dejó la camiseta en uno de los últimos recodos de la escalera. Me espera por delante una vuelta más del espiral. Luego estaré arriba. Por Dios, estaré arriba. Tengo tanto frío y necesito tanto a mi mamá, pienso incoherentemente.



Sigo subiendo a pesar del miedo, a pesar del frío, a pesar de la mierda fresca de las palomas que parece intentar retenerme a los escalones para no dejarme avanzar. Pero ya son las doce menos cinco. Se acabaron los trucos, Siete escalones me separan de la hora de la verdad. De mi propia alternativa del Diablo, en una versión que tiene seis chances a mi favor y tan sólo una en contra. Pero esa una, parece enormemente próxima. Me acuerdo de la película "El Francotirador". Los tipos jugando por dinero a la ruleta rusa. Una chance en siete de perder, pero aún así, algunas veces, los sesos salían volando y empapando desagradablemente a los asistentes al espectáculo.

Si eso tenía algún viso de realidad, me imagino que el ser humano realmente puede acostumbrase a todo, inclusive a la constante incertidumbre de la muerte. Yo no subiría esta escalera infame una y otra vez. No hay dinero que lo pague ni fama, ni éxito.

Llegué, por ultima vez, espero a la cima del campanario. Heme aquí. Henos aquí a los dos una vez más. Su juego preferido Su Alteza. Seis a uno, Su Alteza, apuesta con todas las de perder porque sabe que ganará a la larga. Sabe que mi vida es corta y la tentación enorme, mientras que usted, Su Alteza, es inmortal y no tiene más tentaciones que este juego, que supongo jugará noche a noche con miles de incautos infelices que apuestan su alma y su vida todo en uno, contra un año entero de felicidad y triunfo. Es raro pero el Rey del Pecado, tiene costumbres adustas y monásticas.

En el suelo, entreveradas como serpientes en su nido, hay siete cuerdas. Debo elegir. Sin mirar. Sin medir. Sin servirme de otra cosa que mi instinto, debo elegir.

Y lo peor de esta elección en la que va mi vida, es el terrible desamparo de no poder pedirle ayuda a Dios. Lo peor de esta subida anual al campanario de la Iglesia de Salinas, es sentir el asco de Dios las nauseas divinas por esta criatura suya, que se deja tentar por la fortuna y las riquezas y apuesta el más preciado de los dones para obtenerlas. Con el asco de Dios envolviéndome como un hálito irrespirable, elijo una cuerda al azar. Una cualquiera. En su extremo hay un nudo corredizo. Me trepo a la abertura del campanario. Debe tener un nombre esa abertura, nombre que año a año me prometo averiguar en cuanto baje de aquí, si es que bajo, y luego no me atrevo a conocer. En la viga que sostiene la campana hay un agujero. Introduzco por él el extremo de la cuerda y hago un nudo. Lo hago lo más cerca que pueda del extremo de la cuerda, tratando de ganarle hasta el último milímetro a la muerte y si me permite, también a usted, Su Alteza.

Parado aún en el borde de la ventana, intento recordar lo mucho que lo odio Su Alteza. Lo mucho que lo desprecio por esta tentación a la que año a año me somete y me someto.

Usted está convencido de que soy un ingrato y eso también le agrada de mi, como le agrada mi soberbia, mi lujuria, mis ansias de poder, de fama y de gloria. Tiro de la cuerda hacia abajo tratando de que el nudo que impide que la cuerda se vaya a través del agujero en el tirante quede lo más encajado en la madera. Intentando ganar un último milímetro. Pero se que si elegí una de las seis cuerdas largas, los centímetros estarán sobrados como para que mi salto concluya firmemente parado en el suelo del campanario. Y si elegí la cuerda equivocada, me faltarán no más de dos o tres centímetros para llegar al piso con mis pies extendidos. Lo justo como para la muerte. No importa lo cercano al extremo que quiera hacer el nudo, desde el principio de los tiempos, está previsto que una cuerda sea corta. Voy a pagarle mi última renovación de mi pacto con usted. Siéntese Su Alteza, póngase cómodo y disfrute del espectáculo porque será el último que le ofrezco. ¿De qué se ríe?

A la Una, A las Dos ¡Y a las Tres!





Bajé corriendo los escalones recogiendo mi ropa y poniéndomela de cualquier manera. Me sentía liberado. Tenía la garganta seca y el cuerpo transpirado. No sentía el frío en lo más mínimo. No sentía las palomas No sentía nada excepto el corazón latiéndome desenfrenadamente en los oídos. Tenía sed.

Necesitaba desesperadamente tomar agua. Llegue abajo, recogí la campera azul y me guardé en el bolsillo el gorro y la bufanda. Atravesé la nave de la iglesia corriendo como alma que lleva el diablo sin siquiera percatarme de lo acertado de la analogía.

Salí por la misma puerta por la que había entrado. Pensé que era un idiota por no haberme detenido en la pila bautismal a tomar un buche de agua, pero no había tempo. El ambiente del templo era demasiado oprobioso.

El aire de la noche me hizo bien. El calor se alivió un tanto ya que no la sed, Seguí corriendo, agradeciendo el contacto refrescante de la helada con la planta de mis pies descalzos.



En la puerta de la parroquia, me esperaba silenciosa mi Mitsubishi Pajero de este año, plateada, ostentosa, impresionante con las luces de posición encendidas y la puerta del lado del conductor entreabierta y el motor ronroneando suavemente.

Cada vez me gusta más

Es como si estuviera amaestrada.



Germán Queirolo Tarino.

Salinas 27 - 06 - 2004

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