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Thursday, November 09, 2006

El sillón de Simón. Los primeros treinta años de papado. (artículo)

De Jerusalén al Primer Concilio de Nicea



Seguramente Pedro, el pescador galileo jamás se habría imaginado la variedad de personas y de personajes que aposentarían sus sacras posaderas en el trono fasto, que por entonces no tenía ni miras de existir en el marco de un cristianismo humilde, donde además de ser primado de la iglesia había que ganarse la vida laburando como cualquier banana del montón.

No se sabe como llegó Pedro a su pontificado, ni siquiera es seguro que lo haya ejercido alguna vez. Por supuesto, los creyentes afirmarán que Jesús en persona asigna el rol a Pedro, pero el análisis de los textos canónicos si lo hacemos con mirada lo suficientemente crítica, por lo menos abre la puerta a la ambigüedad.

El nombre hebreo con el que Pedro vino al mundo fue el de Simón Bar-Jona. En base a su carácter fuerte, o tal vez, a su testarudez, los muchachos de la barra lo conocían por el apodo de Cefas, o Cephas que significaba “piedra” Petrus en latín.

Para no profundizar en el análisis de los textos del Nuevo Testamento, aceptemos de momento que efectivamente Pedro fue designado por Jesús para encabezar su Iglesia. La tradición indica que éste apóstol ejerció su magisterio durante unos quince años aproximadamente hasta que fue crucificado por los romanos hacia el año 67. Pedro, de carácter volátil y espontáneo, lleno de debilidades humanas y apasionamiento, es tan imperfecto en sus actitudes, que su designación por parte del mismísimo Jesús, es un mensaje perfecto de tolerancia por el prójimo. Cosa que la Iglesia olvidaría en los siguientes siglos, cuando, por ejemplo, estaría en discusión el hecho de aceptar o no en el seno de ésta, a aquellos que ante el martirio, arrugaban y renegaban de la fe.


Fue, según dicta la tradición, el mismo Pedro quien designaría en San Lino a su sucesor.

Sobre el segundo Obispo de Roma, poca información hay.

Aún no podemos hablar de primacía del Obispo Romano sobre el resto de los obispos de la Iglesia. El Obispo de Roma, era en todo caso un “Primus Inter. Pares” y en el Nuevo Testamento podemos encontrar innumerables ejemplos de que, en los hechos, no había primacía alguna.

Por ejemplo, el primer concilio celebrado en Jerusalén entre los Apóstoles, no fue presdido por Pedro, como hubiera correspondido de ser éste la cabeza de la Iglesia, sino que fue dirigido por Jacobo, hermano de Jesús, lo que parece indicar que en ese entonces ya era bueno contar con un pariente en el directorio.

También encontramos fuertes recriminaciones de San Pablo hacia San Pedro leyendo las epístolas escritas por el primero. Obviamente, estas recriminaciones hubieran sido impensables de haber ejercido Pedro una supremacía absoluta sobre el resto de los cristianos en general y de Pablo en particular.

San Clemente, Obispo de Roma entre los años 88 y 97, primer Papa, exceptuando a Pedro, del cual nos han llegado textos escritos, ejerció su pontificado con un carácter aparentemente similar a Pedro. En una carta dirigida al obispo de Antioquia, en la cual lo aconseja sobre como actuar ante problemas internos de esa comunidad, vemos claramente que no impone su autoridad, sino que escribe en un tono fraterno de igual a igual, lo que nos hace pensar, que la supremacía del Obispo Romano sobre el resto de los obispos, aún no se había convertido en la conducta habitual. No le metió la pesada, ni lo amenazó con excomulgarlo si no ponía la casa en orden. Nada de eso. Clemente era el cuarto Papa de la sucesión.

Cosa curiosa. Durante unos cuantos siglos se contó dos veces en la lista a San Anacleto, papa entre los años 76 y 88. Parece que a Anacleto los muchachos de la barra le decían familiarmente “Cleto” a secas, como quien ahora le dice Fede a Federico o Agus a Agustina. Por eso, a alguien se le ocurrió que Cleto y Anacleto eran dos papas distintos y así permanecieron en las listas durante unos cuantos siglos hasta que a alguien se le ocurrió que era demasiada coincidencia. Recién en 1960 corrigieron el santoral advirtiendo que Anacleto estaba canonizado con nombre y sobrenombre. Cosas de la burocracia.


A principios del siglo II, aparecen por Roma los nunca bien ponderados gnósticos, que predican una teología con estrechos vínculos con el platonismo. La búsqueda interior de la salvación sin intermediarios. Lanzarse en Roma, era para cualquier predicador, algo así como lanzarse en Paris para un modisto. Valentín, Cerdo (¿le habrán puesto así sus adversarios?) y Marción, con éxito más bien exiguo predicaron en la capital y fueron someramente excomulgados por los Papas San Higinio y San Pío I que seguramente no habían leído el Código Da Vinci. Si bien los evangelios canónicos no habían sido aún establecidos ya que hablamos más o menos del año 140, buena parte de los evangelios apócrifos parecen datarse en esta época. Cabe recalcar también, que el siglo II fue verdaderamente explosivo en cuanto a la religiosidad y la mística se refiere. Algo así como una New Age del paleolítico pareció adueñarse de la gente y doctrinas novedosas de carácter esotérico brotaban por todo el Imperio Romano. Todo bien con ellas mientras le respetaran el lugar divino al Emperador, cosa que los cristianos se negaban a hacer obcecadamente y que les acarreó no pocos dolores de cabeza.


Poco a poco, la Iglesia de Roma, fue ganando un espacio de primacía entre las demás iglesias cristianas, que reconocían en ella, no sólo el carácter apostólico, que era la única en ostentar en occidente, sino además, cierta precedencia en lo que se refiere al establecimiento de diferentes elementos y ritos litúrgicos, que eran aceptados por las demás iglesias, apostólicas o no.

Sin embargo, es importante destacar, que de infalibilidad papal ni hablaban. El Obispo de Roma era un obispo importante, pero ni en sueños se les ocurría pensar que era El Más Importante de Todos. Los obispos de las demás Sedes Apostólicas, le discutían y le retrucaban como a cualquier hijo del vecino sin que, como mencionamos antes, esto diera lugar a excomuniones o cismas. Eso vendría algo después, cuando Iglesia comenzara a escribirse con mayúsculas y el latín fuera adoptado como idioma oficial de la fe cristiana, en el siglo III.

Por ejemplo, Policarpo de Esmirna, considerado uno de los Padres Apostólicos de la Iglesia, se trenzó en discusión con el Papa Aniceto, discutiendo sobre la fecha de la fijación de la Pascua.

Se supone que se cartearon un par de veces sobre el tema, pero como el correo no era lo debidamente veloz en ese entonces, el Obispo de Esmirna fue personalmente a Roma a retrucarle al Santo Padre, que pretendía cambiar la celebración de la Pascua al primer domingo después del 14 de Nisan.

En este punto, no pudieron ponerse de acuerdo y durante largo tiempo, cada una de las sedes celebró la Pascua cuando se le dio la gana, el 14 de Nisan las iglesias orientales, (igual que los judíos) y el domingo siguiente la iglesia de Roma. Ergo, de infalibilidad papal ni hablemos ya que de haber podido, seguro que Aniceto le habría metido la pechera a Policarpo por más discípulo de San Juan que éste haya sido.

El problema de la Pascua y los “decimocuartistas” aflora durante el obispado de San Víctor I, donde incluso llega a producirse un breve cisma en la Iglesia de Roma.


San Victor I, africano de nacimiento, ejerció más o menos durante diez años, más o menos a partir del año 189.

Ocupa el Sillón de Simón, en un momento de pausa en las casi continuas persecuciones, ya que Cómodo, el Emperador aquel de la película “Gladiador”, no fue adverso a los cristianos. Cuando el Obispo de Roma no tenía que enfrentarse a enemigos externos, aprovechaba la ocasión para ajustar las cuentas internas. San Víctor I, intentó justamente ajustar cuentas con los gnósticos que aún seguían en la vuelta y con los “decimocuartistas”, que insistían en ajustarse a la tradición de celebrar la Pascua el mismo día que los judíos.

Con él, aparecen los primeros pecherazos desde la Iglesia de Roma hacia las demás, sobre todo, las de Oriente. Justamente, lo vemos en el problema de la Pascua, donde Víctor decide imponer su autoridad, apelando incluso a veladas y no tan veladas amenazas de exclusión, que si no terminan con un anticipado cisma entre las Sedes Apostólicas de Oriente y Roma, es porque algunos Padres de la Iglesia, como San Irineo de Lyon en nombre de su comunidad, le piden que baje la pelota al piso y que si la Iglesia había podido sobrevivir un siglo y medio así, bien podría seguir haciéndolo hasta que las aguas volvieran solas a su cauce de una forma u otra. Policarpo de Esmirna, pesado como collar de sandías, vuelve a escribir a Roma, no se si para tratar de convencer a Victor o para por lo menos, pedirle que mantenga el criterio de dualidad.

Victor, quien ya había enviado cartas a todos los Obispos de Oriente excluyéndolos de la comunidad, dio marcha atrás y se conformó con excluir a Blasto, que también era oriental, pero que residía en Roma, bajo su jurisdicción. Algunas fuentes dicen que San Víctor fue martirizado en el año 199, cosa que llama la atención sabiendo que los emperadores de la época eran propicios al cristianismo. (Cómodo, Septimio Severo, Caracalla)

Algo es algo, peor es nada, seguro habrá pensado el último papa del siglo II.


El siglo tercero fue estrenado por San Ceferino I, un papa que para la época, tuvo nulas virtudes en cuanto a la elaboración de la teología cristiana, Hipólito, otro de los Padres de la Iglesia, lo trató de ignorante. También colocó a San Calixto, quien sería Papa posteriormente, como su secretario personal.

En el siglo III, la literatura cristiana adquiere un importante vuelo y los llamados Padres de la Iglesia, fijan las bases de lo que será la doctrina cristiana. Tal vez, por eso el reproche de Hipólito.

Cabe acotar, que a pesar de haber recibido tan duro calificativo, San Ceferino no excomulgó ni separó a Hipólito de la comunidad. Pero no tuvo escrúpulos en excomulgar a Tertuliano, uno de los Padres de la Iglesia, teólogo y apologista, que cayó en la herejía montanista. Estos montanistas no eran exactamente herejes, sino más bien, algo exagerados. Querían el retorno a las “viejas costumbres” circunstancia que puede resultar un tanto ridícula si consideramos que estamos en el año 200. Eran algo así como los pentecostales o los carismáticos de ahora. Creían en la iglesia tal como en los tiempos de los Apóstoles, en la cual la gente caía en trance, largaba espuma por la boca y profetizaba por un quítame de allá esas pajas de tal forma, que el mismo San Pablo, el que se quedó ciego y tuvo una visión de Cristo camino a Damasco, escribió en una de sus epístolas advirtiendo contra estas exageraciones. La advertencia fue escuchada por los posteriores obispos y así el pobre Tertuliano, que bien pudo haber sido un santo de la iglesia, terminó excomulgado y buena parte de sus obras prohibidas. Curiosamente, Tertuliano fue quien enunció por primera vez el dogma de la Santísima Trinidad. Si era capaz de entender eso, debió haber sido realmente brillante.

Ceferino debió ser un tipo adusto al que no le gustaban las exageraciones y se mostró acérrimo enemigo del montanismo, mientras otras herejías se paseaban olímpicamente por Roma ante la indignación de Hipólito que legó para la posteridad, un largo catalogo de adjetivos adversos para este Papa. Principalmente, la herejía monarquiana que afirmaba que en Cristo sólo había una naturaleza divina, en contraposición a lo que sostenía la ortodoxia, que afirmaba y afirma, que en el fundador, coexistían la naturaleza divina y la humana.

Hipólito no se limitaba sólo a escribir, no vayas a creerte. Pocos años después, durante el papado de Calixto I, quien había sido secretario de Ceferino, se aburrió de su rol de teólogo y testigo inteligente de la época y optó por el protagonismo haciéndose nombrar Papa, siendo el primer antipapa de la historia.

Pero a diferencia del resto de los antipapas, Hipólito muere como mártir y es Santo de la Iglesia Católica. Encaprichado, se mantuvo autodesignado como Obispo de Roma a pesar de Calixto y de su sucesor Urbano I y del sucesor de éste, Ponciano I. El cisma concluye durante el papado de San Ponciano, quien renuncia a la vez que Hipólito al cargo de Obispo de Roma, permitiendo la elección de San Antero. El Emperador Maximino, con total y pagana ecuanimidad, destierra a San Hipólito y San Ponciano en barra a la isla de Cerdeña donde Dios con similar ecuanimidad, se encarga de llamarlos a su lado a ambos en el año 235. (Cerdeña debía ser un lugar terrible en ese entonces, varios fueron los papas que terminaron allí trabajando en las minas de sal, entre ellos, Calixto, a quien Hipólito se aburrió de defenestrar, quien había sido desterrado allí y liberado por el Emperador Cómodo). San Ponciano fue el primer papa en abdicar, ya que para manejar la Iglesia Romana desde Cerdeña se le complicaba un poco.

Es interesante acotar, que debemos a San Hipólito, la constitución eclesiástica más antigua que se conserva después de la Didajé (obra de gran belleza perteneciente al siglo I). Esta obra es la Tradición Apostólica y fue recuperada en los primeros años del siglo XX preservada por las iglesias orientales.

En enero del año 236, es electo como Papa, San Fabián, primer papa elegido por la hinchada ... o por el Espíritu Santo en persona, según se sea creyente o no. La cosa fue que mientras estaba reunida la asamblea para elegir al nuevo Obispo de Roma, Fabián que estaba ahí curioseando fue elegido por una paloma que se posó sobre su hombro. Inmediatamente, convencidos o bien de que era el Espíritu Santo que se manifestaba, o de que el momento político era un tanto complicado como para ser elegido, los presentes otorgaron a Fabián el Obispado de Roma, ordenándole el mismo día obispo y Papa.

Probablemente, el Espíritu Santo si haya tenido algo que ver, ya que duró en el cargo 14 años y murió martir como corresponde. Su legado a la Iglesia, es haber designado- ¡Oh casualidad!- a la paloma como símbolo del Espíritu Santo.

Después de la muerte de San Fabián, la sede estuvo vacante durante un año. En una de esas, la vacancia se debió a que las condiciones de dura persecución eran demasiado adversas como para reunirse a elegir, o tal vez, se debió a la falta de elegibles. El de Obispo de Roma se había convertido en un oficio de lo más peligroso y los voluntarios para ejercerlo no debían abundar demasiado. Pero en el año 251 eligieron a Cornelio que apenas duró dos años con papado y con vida, y encima tuvo que soportar un nuevo cisma dentro de la Iglesia de Roma.

Esta vez el antipapa fue Novaciano, sacerdote y teólogo quien criticaba duramente a Cornelio por considerarlo demasiado indulgente con los apostatas o lapsis, es decir, aquellos que arrugaron vergonzosamente ante el martirio y sacrificaron a los dioses romanos, al emperador o a los dos juntos. Novaciano además había ejercido una especie de interinato papal mientras la iglesia podía reunirse a elegir Papa, ya que el resto de las iglesias no dejaban de importunar. Supongo que Novaciano, intelectual y teólogo de fuste, esperaba que el cargo de Obispo de Roma recayera sobre él, pero no tuvo suerte y eso lo debió haber puesto bastante molesto como sabe cualquier empleado al que alguna vez le hayan caminado por encima. Los obispos de oriente, que no sufrían las persecuciones de cerca, apoyaron a Noviciano en su rigor contra los lapsis, pero un sínodo de sesenta obispos apoyó a Cornelio en su piadosa actitud.

Cornelio murió en el exilio, milagrosamente parece que de muerte natural y fue sucedido por San Lucio quien también se opuso a los novacianos y también duró poco en el cargo y en la vida. Menos de un año. Increíblemente, también murió de muerte natural, aunque el pueblo de Roma lo consagró como mártir por lo complicado que había sido su breve pontificado.

El siguiente primado romano fue San Esteban y con él se da un interesante episodio en el cual se enfrenta la Iglesia Romana a la Cartaginesa. Una vez más, la culpa es de los relapsos. Dos obispos españoles, que habían claudicado ante el martirio, pidieron, al cesar las persecuciones, ser aceptados nuevamente en su comunidad eclesiástica.

Pero las comunidades designaron nuevos obispos en su lugar y esto parece que les molestó sobremanera, por lo cual apelaron ante el Obispo de Roma, Esteban quien escribió a las iglesias españolas, para que revocaran las nuevas designaciones y restituyeran a los obispos apostatas en sus cargos. Los españoles, no se quedaron con la opinión del Esteban ni mucho menos, sino que consultaron el caso con Cipriano, Obispo de Cartago, quien convocó a un Sínodo en Cartago, donde se reunieron 36 obispos, los que decidieron que los españoles habían actuado de acuerdo a la tradición. San Cipriano entonces sugirió fraternalmente a las comunidades de León y Mérida, que no le dieran ni bola al papa y siguieran con los nuevos obispos como si tal cosa y que los obispos que habían claudicado, debían ser aceptados nuevamente en la iglesia, pero sólo como penitentes. La unidad de la Iglesia sufre un quiebre ya que Esteban insiste en imponer su autoridad, mientras que la Iglesia de Africa insiste en imponer su independencia. El conflicto se resuelve gracias a que Esteban se tomó la molestia de morirse al poco tiempo, en el año 257. Lo sucede Sixto II, primer Papa de nombre repetido, aunque extrañamente, si Sixto I fue el sexto Papa, Sixto II debió ser el duodécimo y no el vigésimo cuarto. De todos modos, Sixto II apenas si tuvo tiempo de reconciliar a la Iglesia de Roma con la de Africa antes de ser decapitado a causa de las persecuciones del emperador Valeriano.


Alrededor del año 272, el Papa Félix I da un nuevo paso hacia la efectiva consagración de la supremacía de la Iglesia Romana sobre las demás comunidades, cuando decreta que ningún obispo podía ser elegido si no estaba en comunión con el Obispo de Roma, eufemismo que significaba, “completamente de acuerdo”. Todo ello, debido a una herejía practicada por el Obispo Pablo de Samosata, contra la que poco se puede hacer ya que el hereje en cuestión, era protegido del Emperador Aureliano. Faltaban aún casi cincuenta años para el Concilio de Nicea, pero el poder político comenzaba a hacerse sentir en la cristiandad.

Las tres principales comunidades cristianas desde el punto de vista jerárquico cuando menos, eran Roma, Alejandría y Antioquia y entre ellas, ahora sí, Roma comienza a prevalecer. Este predominio quedaría consagrado en el Concilio de Nicea. Durante todos los años transcurridos desde que Cristo dijo a Simón, “Tú eres la piedra”, la Iglesia no había dejado de crecer y Roma no había dejado casi de decaer. El poder civil se corrompía, mientras los militares ya no cruzaban sólo el Rubicón sino que atravesaban el mediterráneo entero para hacerse con el poder. La Iglesia Cristiana había sobrevivido a terroríficas persecuciones del poder civil y a no menos terroríficas deserciones heréticas y disensos teológicos que hoy nos parecen absolutamente bizantinos e inteligibles, con la certeza de que su hora llegaría tarde o temprano. La Iglesia se había adueñado absolutamente de la intermediación entre Dios y los hombres y cualquier intento de revertir esto, era demolido por teólogos brillantes y un enorme peso institucional. Sólo le faltaba hacerse con el poder político y hacia eso se encaminaba rápidamente, una vez concluida la última gran persecución, la de Dioclesiano.

San Cayo era sobrino de Dioclesiano, al menos, eso dice la tradición. No murió mártir, y luego de su temprana muerte, el emperador desató una feroz persecución por lo que si su vida se hubiera prolongado más, la iglesia se habría ahorrado bastante sangre. Diocleciano, casado con una cristiana, desató una feroz persecución a partir del año 303, no se sabe si como fruto de alguna desavenencia conyugal. San Marcelino, que había sucedido a San Cayo en el papado, es acusado de apostasía y destituido en el año 304. Le sucede casualmente San Marcelo cosa que parece un juego de palabras inventado por el Espíritu Santo, aunque el espíritu, representado ahora como paloma, se tomó su tiempo, ya que debido a las persecuciones que arreciaban, la sede estuvo vacante durante cuatro años. Tuvo que lidiar con las diferencias originadas, ¡una vez más! en los relapsos que querían volver a la Iglesia una vez que se calmaron las aguas. El Emperador Majencio lo desterró y murió en el exilio sucediéndolo San Eusebio.

San Eusebio intentó firmemente abrir una vez más las puertas de la Iglesia a los lapsis o apostatas y se encontró con la férrea oposición de Heraclio. El lío originó tanto ruido, que Majencio, tipo de pocas pulgas, los desterró a los dos, como había hecho casi un siglo atrás, (¡Cómo pasa el tiempo!) el emperador Maximino con Hipólito y Ponciano. San Eusebio muere poco después, corría el año 309.

San Melquíades, elegido como papa en el año 311, como se dice vulgarmente, ligó como un caballo.

En los campos de batalla del Puente Milivio sobre el Río Tiber, Constantino derrota a Majencio, quien no va a desterrar a nadie más porque se ahoga lastimosamente en el río, al que cayó con armadura y todo. Constantino, oliendo finamente los aires políticos de su época, atribuye la victoria a una visión en la cual se le aparecía en el cielo una cruz, y la frase “con éste signo vencerás”. Hizo pintar cruces en los escudos de los soldados, y quiso Dios o el destino, que a Majencio justo se le ocurriera nadar sin sacarse antes la armadura. Total, los cristianos se llevaron parte del mérito del triunfo y Constantino, el Imperio. La época de las grandes persecuciones había llegado a su fin. El Edicto de Milán del año 313, deja a los cristianos en pie de igualdad con las demás creencias del Imperio. De ahora en más, el Emperador pasaría a ejercer un fuerte poder en la Igleisia y lo demuestra citando él mismo al Concilio de Nicea.

Pero esta es otra historia.


Germán Queirolo

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